Grupalidad, teoría e intervención

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Quisiera antes que nada comenzar por agradecer a Horacio Foadori la posibilidad de haberme permitido comentar este libro suyo, pese a que, después de leerlo, no me considere yo ya ni un lector singular del mismo ni considere estrictamente que sea Horacio su único autor. Si me permito hablar de este modo es porque me parece que este libro que ahora presento contiene una teoría secreta acerca de sí mismo, una generosa teoría según la cual el nosotros de la escritura, el nosotros de la producción de un texto, es siempre anterior a cada quien. El autor no es nunca un individuo. Edmond Jabés, el gran poeta egipcio, decía que los autores eran seres inanimados que creían componer su libros, cuando, al final, eran expulsados de estos como es expulsada la sombra de la propia luz de la que ha nacido. Esto en lo que refiere a la creación de un texto. Respecto de su recepción, Walter Benjamin solía defender la manera en que leían los niños, pues los niños no interpretan los libros, no los adhieren a ningún significado específico, no trabajan leyendo, sino que se mueven con los libros, viajan a través de ellos y se transforman por medio de la lectura. Y en ese sentido diría yo que no hay que temer ser un niño, un pequeño criminal o un perverso. Conclusión: uno no debería presentar libros, debería presentarse a uno mismo modificado por la lectura. No somos idénticos antes y después de cada lectura. Un lector deviene, así como deviene escritura un autor. Es cierto que el autor (Horacio, en este caso) pone naturalmente en cuestión el mundo que se refleja ante él, como si, mientras se escribe, fuera el mundo el que espera, pero por medio de ese vacío el autor es un agenciamiento, y es siempre un agenciamiento el que produce el vaivén del sentido al interior del cual nos movemos.

Por eso este libro de Foladori que ahora está ante nosotros y que contiene, como decía, una breve teoría acerca de cómo debería ser interrogado, funciona a la vez como testimonio de un trabajo, como anotación a pie de página de una práctica que lo trasciende. No se trata en absoluto de un programa teórico, de un marco o un prospecto, sino de un conjunto de señas, casi de un ayudamemorias destinado a conducir un conjunto de experiencias que desbordan la capacidad previsiora de los aparatos categoriales y las amargas jerarquías del conocimiento. Así, su escritura parece tratar de una práctica que quiere ponerse a la altura de la vida misma. Un aprender cada día de aquello que nos sale al encuentro y que, a la vez, remite a una forma social anterior a la que el psicoanálisis de corte individualista forjó por medio de la célebre escena del diván. Foladori quiere pensar la forma burguesa del psicoanálisis como un accidente en medio de las prácticas grupales, algo que desde el primer capítulo su libro rastrea en la obra de Freud, una obra a la que Foladori no quiere tanto interpretar como agenciar. A mi me da la impresión que Horacio en este libro no se pretende un autor, sino alguien a quien le basta con agenciar un conjunto de problemas que lo tocan, lo empujan, se ramifican en él. Por eso los grupos no son su objeto –al menos no lo son en el sentido estricto en que la historia de la metafísica y la de las ciencias humanas han utilizado la categoría de objeto-, sino pequeños movimientos, flujos, combinaciones de afectos, embalses y derrames que, rozándolo, devienen escritura. No es raro por lo mismo que Foladori comience su texto con una imagen que posee la rica precisión de lo impreciso: “Miro una ola gigantesca, dice, cuya cresta me muestra un movimiento ininterrumpido, seductor y grandioso. Allí, en la cresta visualizo algunas gotas que por su altura resultan juguetes para el viento que las toma y las lleva quién sabe dónde” Una ola es un instante invisible y extenso en el que Foladori halla una realidad que ya no habita en ningùn fundamento, sino que se expande en una dilatación amorfa, como un gas o un aire que se irradia en todas las direcciones.

A este juego con la ausencia de autor, contagiado por la rica imprecisión de su objeto, deberíamos sumar ahora una cierta falta de estilo, falta que agradecemos y que nos resulta sutilísima y fundamental. Esta falta es inherente al tema que el libro coloca. Porque como intuyen los grandes arúspices de la modernidad, el estilo suele comprimir las disonancias, la voluptuosidad, las exhuberancias de la vida a la dieta de la armonía unitaria. El estilo es violencia, es esa violencia metafísica mencionada por Heidegger y por Nietezche que impone a las cosas la camisa de fuerza de la identidad y la mismidad y las convierte en símbolo petrificado de un aire que las desborda por todos lados. Los filósofos, escribió Musil en el Hombre sin atributos, son personas violentas que no disponen de un ejército y por ello se apoderan del mundo encerrándolo en especies inanimadas. Dan nombres a las cosas, como si cada nombre no fuese en sí mismo un trozo imaginario de acción detenida, un verbo maniatado. Los filósofos con estilo no entienden algo que Foladori comprende muy bien: que no hay ni existen enunciados individuales, que los enunciados son siempre alquimias, líquidos combinados, fricciones colectivas que ponen en juego multiplicidades y mezclas de conjuntos heterogéneos. No hay nombres para aferrar la singularidad de lo que se desplaza. Ni siquiera los propios pueden hacerlo, pues, como escribió Deleuze, los nombres propios son nombres de pueblos y de tribus, de faunas, de flores, de operaciones militares, de tifones, de colectivos, de sociedades anónimas, de oficinas de producción. Horacio no se apura con los nombres; habla de olas que son grupos humanos, de grupos humanos que son movimientos experimentales, de movimientos experimentales que son pesados racimos de escritura que caen de los libros.

Y en eso consiste, me parece, la enorme simpatía de su libro, una simpatía que tampoco en este caso tiene nada que ver con lo que comunmente entendemos por esa palabra -un sentimiento simplón de estima o un afecto que ha achatado los índices de legibilidad para cirular como muletilla o fetiche-, sino con la penetración de aquello sobre lo que se está hablando. La simpatía es un hundimiento en el juego que uno ha elegido para ser un espíritu que comunica llanamente su pasión. Respetar la simpatía de este libro significa mostrar que Horacio no escribre sobre…, no escribe para…, no escribe en nombre de…; escribe con. Su libro está en una línea de confluencias, se sumerge en las afecciones que lo habitan, se conmueve, entendiendo por esto un moverse con el otro.

Ahora bien, ¿qué implica este moverse con el otro, esta simpatía?. Yo creo que en el caso de este libro implica una delicada capacidad para no identificarse con el grupo-objeto sin a la vez establecer con ese grupo ninguna clase de distancias. Lo que Horacio nos enseña es que aquello de lo que hay que liberarse no es de la identificación a través de una distancia fría, correcta u objetiva, ni tampoco de la distancia a través de una identificación (que siempre podrá resultar melancólica o enfrermiza); de lo que hay que liberarse es de la distancia y de la identificación a la vez. No hay que identificarse con nadie, pero tampoco hay que distanciarse de nadie. Buena parte de la obra de Freud, por ejemplo, podría ser leída como una decisión tajante y algo maníquea respecto de la relación con el objeto. O el yo elabora una distancia, neurótica pero normal, con el objeto perdido (en el caso del duelo), o bien se identifica con él creando las condiciones para la regresión narcisística o la devoración psicótica (en el de la melancolía). La gracia del libro de Horacio, en cambio, consiste en esquivar precisamente esta alternativa, en resistirla, pues la relación con su objeto es la de un cruce sin identificación y la de una posición sin distancia. Aprendemos así que no podemos tratar al sujeto sufriente (a los locos, a los desamparados, a los explotados) confinándolos a una distancia que no nos impregne en absoluto, siendo que a la vez no tenemos por qué contagiarnos de sus desgracias. De ciertas locuras podemos extraer la sabiduría que hay en ellas, amar la vida que hay en ellas odiando en ellas lo que no para de matar su vida. Es esa precisamente la relación que establece Foladori con el grupo.

Su impulso por confundirse en la ola sin identificarse con ella reaparece en el segundo capítulo, que se abre como un homenaje a Pichón-Riviere. Pichón-Riviere, nos cuenta Foladori, dificilmente faltaba a un partido de River. Ahora me voy a convertir en lacaniano, sólo durante este renglón, para decir que el hecho de que Riviere y River se escriban casi igual y que a las inferiores de River las llamen la “pichonera” no debería ser sólo una casualidad, pues nos introduce en un modo específico de Pichón-Riviere de tratar sus objetos. Un modo que para Foladori resulta ejemplar. Sentado en la tribuna, confundido con la hichada, sumido en la espera del gol, Pichón, nos cuenta Horacio, utilizaba elementos del psicoanálisis para estudiar los partidos. Un error en los pases lo inducían a reconocer obstáculos grupales para alcanzar la meta, por eso solía dar algunos ejemplos del grupo operativo con el caso de la máquina de River de 1942, donde aquellos jugadores no necesitaban mirarse para saber dónde estaban ubicados. Aunque Horacio no nos da más datos sobre aquel equipo (prefiere remontarse a ejemplos de los años 50 como el del triunfo de Uruguay contra Brasil en el Maracaná), me gustaría recordar aquí que la máquina, un apodo que a River le dio Borocotó en la Revista el Gráfico de aquella época, era dirigida por Renato Cessarini, pero en condiciones en las cuales Cessarini no tenía ninguna importancia, ya que tanto en el centro, como en la delantera, que estaban formados por Pedernera, Labruna, Muñoz, Chaplin Loustau y Moreno, los jugadores se movían sólos, cada uno devenía el otro, haciendo que los goles fueran hechos por volantes devenidos punteros, como era el caso de Pedernera, o punteros que armaban pases transformándose en volantes. La ola que se coordina grupalmente en los estadios, según la lectura de Horacio, encontraba su revés anticipado en esa mecánica grupal con la que jugaba River.

¿Por qué jugaban tan bien? Transpolando la analítica de grupo que emplea Horacio diríamos que porque la máquina no era lógicamente un ser -no existían Labruna, Pedernera o Loustau por separados-, sino una Y, una especie de trans-ser o de inter-ser. Vale decir que aquel equipo no estaba en ninguno de los jugadores, no estaba en el trato de la pelota de cada uno ni en el conjunto, estaba, como la multiplicidad, en el Y, en un ser que habita liquidamente las cosas sin que podamos llevarlas a uno de sus términos. Por eso cuando Borocotó se refería al puntero que había jugado como una máquina, no se refería a nadie en especial. El puntero no era Labruna, era River. Del mismo modo cuando Horacio refiere a la ola, no lo hace en el sentido de un movimiento que parta por algún proyecto. Nadie, en el estadio, proyecta una ola; la ola se hace en la afiliación común a un movimiento expresivo. Ola es una interpretación, la metáfora, el nombre que le ponemos a algo que remite a una onda en una superficie curva e inclinada. Un hombre mira el mar, pero la masa humana móvil, ondulante, se hace mar, se vuelve múltiple en un Y sin quién. Por medio de la ola, el precario Yo adulto se hace niño, polimorfo, se derrama en una experiencia que no se detiene en ningún marco interpretativo. De nuevo: así como lo humano puede convertirse en ola, la ola puede convertirse en libro y el libro, en vida, hacerse vida.

Si insisto en esto es porque el problema del que parte una y otra vez Horacio es justamente el de la imposibilidad de la soledad. La fórmula lacaniana para eso es la de que entre Yo y el otro hay siempre Otro, esta vez con mayúscula. Ese Otro abrió el mundo antes de que el sujeto lo constituyera. Cada uno de nosotros fue, antes que cada uno, un nosotros. Uno que en el capítulo cuatro Foladori retoma para volver a disparar contra su verdadero oponente: el psicoanálisis que nació creyendo que el discurso que emanaba del paciente que estaba tendido en el diván era unicamente de él. Que el psicoanálisis se reduzca al espacio de análisis definido rigurosamente por el encuadre, que su punto de partida sea siempre el del insonsciente como algo que sólo tiene lugar en el aparato psíquico individual, he allí lo que para Foladori requiere de psicoanálisis. Habría que poder también psicoanalizar al psicoanálisis. ¿Para qué? ¿Desde dónde? Bueno, desde ese inconsciente que, por vía de Kaes, Castel, Didier Anzieu, Pichón, Marie Langer o Bauleo, Foladori retoma, un inconsciente que trasciende los aparatos anímicos individuales, un inconsciente plano recorrido por partículas de materia desconocida en las que intervienen convergencias inter o intrapsíquicas, líneas institucionales, combustiones transubjetivas. Se puede escuchar a un paciente desde un paradigma individualista o desde un paradigma socio-institucional, lo sabemos, pero solo en el segundo caso el analista podrá reflexionar acerca de lo que, aconteciendo en el plano intrasíquico, acontece a la vez en el desquicio del mundo. El paciente es para Foladori siempre el portavoz de un síntoma que lo trasciende. La familia, la pareja, las mortificaciones laborales, la opresión institucional hablan la voz de un fantasma compartido. Y entonces la novela en la que pensamos a través de este libo no es la novela personal (en rigor, no existe novela personal), sino la novela personal-grupal-institucional, esto es, la novela por medio de la cual algo es un estado de cosas, una unidad nueva, una unidad que está sin haber estado antes en ninguna unidad anterior.

Estas unidades no son estructuras en torno a las cuales ciertas funciones se organizan ni tampoco son sujetos que se dejen dar un lugar preciso. No. Son relaciones móviles, composiciones fractales, parpadeos, velocidades. De ahí que no se trate, como bien lo observa Horacio, de un etiquetamiento más, de otro etiquetamiento u otra técnica de estandarización por medio de la cual el psicoanálisis se pone al servicio del amo, sino de pensar al infinito cómo los problemas de orden social o colectivo (capitlismo, burocracia, fetichismo, fascismo, totalitarismo) se anuncian por medio de desplazamientos. El psicoanálisis retrocede cuando observa como individual un problema que compromete al orden político, económico o social. Si a Foladori este es el psicoanálisis que no le interesa (por muy sutil y respetuoso que su libro sea a la hora de expresar tal desinterés), es porque este psicoanálisis hace ya tiempo que se puso al servicio de someter ciertos placeres a la dieta abnegadiza de la historia y la cultura y al de desarmar los dispositivos colectivos de enunciación. Los grupos, para Foladori, no son más que cadenas de expresiones. Por eso en la segunda metáfora que utiliza en el capítulo siete, escribe lo siguiente: “la ley reza que la cadena se rompe por el eslabón más débil, pero si ese eslabón se suelda, aparecerá entonces un segundo eslabón más frágil. Es un problema de lugar y de la energía que transita por la cadena. El grupo entonces es una unidad nueva, se configura como una unidad lograda por la interdependencia de unidades menores, lo que le da tal grado de unidad que configura una unidad indivisible –dentro, por supuesto, de cierta tensión. A tal grado que aquel que aparece individualizado (eslabón roto) es expresión de un proceso no visible de tensión que ha recorrido el camino de la interdependencia”. ¿Un proceso no visible?. ¿Qué impronta impone esto al psicoanálisis? Probablemente la de que hay que saber escuchar sin sobrecodificar los enunciados, sin determinarlos, impidiendo que caigan bajo el imperio de esas constelaciones terribles llamadas significantes.

Entre las páginas más grotescas de Freud, decía Deleuze, están aquellas referidas al fellatio: cómo el pene equivale a una ubre de vaca (¡una ubre de vaca!) y la ubre de vaca a un seno materno. Y todo para mostrar que la fellatio no es un verdadero deseo, sino que significa otra cosa, que oculta otra cosa. Siempre habrá una cosa en lugar de otra cosa. La cadena de sustituciones en ese fetiche que es la historia no termina. Quizá sea más fácil decir que las fellatios son simplemente lindas, que no están en lugar de nada ni tienen por qué estarlo. A esto el psicoanálisis individualista responde siempre imponiendo detrás de las cadenas móviles de expresiones de los grupos un definido o un posesivo. En el caso Dora, por ejemplo, Freud insiste en ver una histeria porque “ante toda persona que en una situación favorable a una excitación sexual desarrolle predominantemente una sensación de repugnancia no hay que vacilar ni un momento en diagnosticar una histeria”. No considera al respecto que a la pobre Dora la besó un viejo en el desván de una escalera cuya boca olía a cigarro. Eso no tiene importancia, así como no tiene importancia que Dora vea en una carterita de piel una carterita de piel y no una vagina. La cartera es una vagina, lo que pasa es que Dora no se da cuenta. El objeto ya está construído. Dora se rehúsa a ser un caso, pero entonces es una histérica. ¡Y una histérica que es un caso! En caso de que Dora no tenga razón, entonces, el Caso Dora no es la prueba. A Freud tampoco le gusta mucho que haya seis o siete lobos en el célebre sueño. ¿Para qué tantos lobos? Uno basta para representar las garras del padre.

Para terminar querría ahora recordar una novelita de Coetze llamada La vida de los animales que puede servir de ejemplo acerca de la resistencia que el libro de Horacio impone desde lo grupal a cualquier forma de interpretación que se sitúe en lo individual o en lo posesivo, en lo personal, en la máquina hermeneútica o en la lógica del significante. En esa novela no hay grupos; hay sólo un chimpancé y un intérprete. El chimpancé se llama Sultán. “Sultán está a solas en su jaula. Tiene hambre: el suministro de alimentos, que antes le llegaba con regularidad, ahora se ha cortado de forma inexplicable. El hombre que antes le alimentaba y que ahora ha dejado de hacerlo tiende un alambre sobre la jaula, a tres metros del suelo, y cuelga allí un racimo de plátanos. Introduce en la jaula tres cajones de madera. Desaparece y cierra la puerta. Sultán sabe que ahora debe pensar. Es lo que se espera de él, para eso están ahí los plátanos. Los plátanos tienen por objeto hacerle pensar, acicatearle hasta los límites de su capacidad de pensamiento. Ya, pero ¿qué es lo que uno ha de pensar?. Y piensa por ejemplo: ¿Por qué me quiere matar de hambre? Piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de agradarle? Piensa: ¿Por qué ya no quiere esos cajones? Sin embargo, ninguno der estos pensamientos es el correcto. Ni siquiera es correcto un pensamiento bastante más complejo; por ejemplo: ¿Qué es lo que le pasa, qué idea desacertada se ha hecho de mí que le lleva a pensar que me resultará más fácil alcanzar un plátano que cuelga de un alambre, y no un plátano que deje en el suelo? El pensamiento correcto es otro: ¿Cómo se utilizan los cajones para alcanzar los plátanos? Sultan arrastra los cajones hasta ponerlos debajo de los plátanos, los apila uno encima del otro, sube a la torre que ha construído y coge los plátanos. Piensa: ahora dejará de castigarme. La respuesta es: no, no dejará de castigarlo. Al día siguiente, el hombre cuelga un nuevo racimo de plátanos del alambre, pero también llena de piedras los cajones, de modo que son demasiado pesados para arrastrarlos. Se supone que uno ha de pensar: ¿Por qué ha llenado los cajones de piedras? No, ha de pensar esto otro: ¿cómo he de utilizar los cajones para conseguir los plátanos a pesar de que están llenos de piedras? Uno empieza a entender cómo funciona la mente del hombre. Sultán vacía las piedras de los cajones, construye la torre con los cajones, se encarama encima y toma los plátanos. Mientras Sultan tenga pensamientos erróneos pasará hambre. El hombre deja después un racimo de plátanos a un metro de la jaula. Dentro de la jaula arroja un palo. El pensamiento erróneo es este: ¿Por qué ha dejado de colgar los plátanos de los alambres? El pensamiento erróneo (el pensamiento correcto, sin embargo) es éste: ¿Cómo utiliza uno los tres cajones para alcanzar los plátanos? El pensamiento correcto es éste: ¿Cómo utiliza uno el palo para alcanzar los plátanos? En cada nueva ocasión, Sultan, el chimpancé, se ve obligado a formular el pensamiento menos interesante. Porque en lo más profundo de su ser, a Sultan no le interesa el problema del plátano. Sólo se concentra en él porque le obliga el régimen cerril que le impone el responsable del experimento. El asunto que de veras ocupa su ánimo, como ocupa el de la rata y el del gato y el de cualquier otro animal atrapado en el infierno del laboratorio, es este: ¿dónde está mi hogar y cómo puedo llegar hasta allí? La psicosocialidad que le interesa a Foladori no es más que el intento por devolver al sujeto su relación con el mundo de los otros del que una ficción individual como la que acabamos de mencionar lo separa, permitirle a los grupos humanos reencontrarse con el mundo tal como ese mundo ha sido producido por su propio ser genérico. Si esto es lo que quiere Horacio, es porque sabe perfectamente bien que aquel hogar al que quería volver el chimpancé y al que todos queremos volver fue siempre un nosotros, uno que abandonamos un día olvidándonos de nosotros para ser alguien y al que algún día no tan lejano volverán nuestros cuerpos a cobijarse para siempre. Muchas gracias.