Estructura Familiar y Procesos de Aprendizaje. Rol de la Familia en la Génesis de las Matrices de Aprendizaje (Ana María Fernández)

¡Comparte!

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en email

Al hablar de modelos internos o matrices de aprendizaje y vínculo, hemos dicho que están multideterminadas. Esto es: que se gestan y son influidas por una red causal, en la que se articulan varios factores. Señalamos que los más determinante, lo más eficaz en esa red es el orden de las relaciones sociales, el orden social e histórico. Esta interpenetración determina, sostiene y de alguna manera organiza los distintos espacios de configuración del sujeto. Haremos entonces una aproximación a la génesis de esos modelos de la interacción familiar. ¿Por qué la familia? Porque es el ámbito primario de emergencia y constitución de la subjetividad, el escenario inmediato de nuestras primeras experiencias, de los protoaprendizajes fundantes de nuestros modelos de aprender. Escenario e instrumento de nuestra constitución como sujetos en un tránsito que va de la dependencia absoluta a la autonomía. De la simbiosis a la individuación. En ese ámbito vincular se dan experiencias de intensísima carga emocional, ya que en él se encuentran su destino de gratificación y frustración necesidades vitales, apremiantes de un ser carente, que sólo puede ser en y por la relación con otro, como el grupo que es su “sostén” y que como intermediario de un orden social le aporta y condiciona los elementos para la organización y desarrollo de su psiquismo.

Es entonces en el ámbito de su grupo familiar y en forma particular en el protovínculo, que se constituyen las matrices de aprendizaje más estructurante en tanto ligadas a la génesis del sujeto como tal.

La familia es una organización grupal instituyente del sujeto que configura su mundo interno en la reconstrucción e internalización de esas relaciones.

La organización familiar porta sobre él un orden social, pero a la vez lo modela con rasgos o formas peculiares. La familia en tanto sistema, grupo, tiene rasgos universales o compartidos con otros, pertenecientes al mismo orden social., sin embargo, como estructura interaccional, escenario de una dialéctica entre sujetos, se desarrollan en él procesos únicos e irrepetibles, peculiares.

La familia está sostenida en un orden social e histórico que la determina, influyendo en ella, constituyéndola en distintas relaciones: económicas, jurídicas, políticas ideológicas, culturales, ecológicas.

La organización familiar sufrió una evolución histórica, una serie de transformaciones a las que no referiremos en detalle más adelante, En síntesis podemos afirmas que en comienzo de la historia en las formas más primarias de agrupación humana no se había establecido separación entre las relaciones productivas y los vínculos familiares. En ellos se producía materialmente mediante el trabajo y se reproducía mediante la procreación. A menor desarrollo de los medios de producción mayor peso social de las estructuras de parentesco en tanto relaciones fundantes. Con el crecimiento de las fuerzas productivas, surgen nuevas formas de propiedad y nuevas formas de sociedad organizadas como Estado.

A partir de la producción de bienes que exceden lo necesario para la subsistencia, y por la acumulación de la riqueza se produjo una transformación de las relaciones sociales que impactó particularmente a la organización familiar. Esta quedó diferenciada de las relaciones productivas, con las que coincidía en épocas más primitivas y se subordina en sus formas a las relaciones de propiedad vigentes en el sistema productivo, a las que de alguna manera refleja.

Desde el sistema de relaciones productivas se adjudican tareas y funciones a la organización familiar. En tanto ámbito de reproducción de la vida, la familia ha sido puesta al servicio del sistema económico social. Esa funcionalidad de la organización familiar respecto de dicho sistema se garantiza por una normatividad jurídica, y se legitima en su sistema social de representaciones.

En tanto reproductora de la vida y por la dependencia característica del infante humano, la familia es la primera instancia de socialización. Indagar la organización familiar y en particular hacerlo en función de la investigación de la génesis de modelos o matrices de aprendizaje, implica no sólo estudiar su rol social, su historia, su función. Esta investigación requiere también el análisis de las relaciones de poder vigentes en ese grupo, los sistemas de roles y status. Una reflexión acerca de las modalidades de comunicación y vínculo, de las fantasías que circulan y en alguna medida modelan la interacción grupal-familiar, no puede realizarse con pertinencia si se abstrae esa dinámica, las vicisitudes de aprendizaje y relación que en ella se dan, de la multiplicidad de terminaciones sociales que, como factores causales, dan forma a los vínculos y desde allí a la experiencia del sujeto.

Planteado este encuadre general, analizaremos los procesos de constitución de modelos de aprendizaje y vínculo en el interior de la estructura familiar y en particular en la interioridad de los vínculos tempranos.

PROTOVÍNCULO

Denominamos protovínculo a la instancia relacional primaria que opera como sostén y condición de posibilidad inmediata –junto a la organización biológica- de la génesis del psiquismo humano. El sujeto se constituye en esa estructura interaccional, en cuya interioridad construirá sus primeros modelos de aprendizaje y relación.

Ese protovínculo es, como hemos dicho, condición escenario, instrumento y efecto de procesos de aprendizaje.

La fecundación del óvulo, resultante de un proceso interaccional da lugar a otro proceso de interacción: el que se desarrollará entre un ser en gestación y otro que ha alcanzado su madurez psicobiológica, su madre.

La relación es entonces asimétrica ya que la madre se incluye en ella desde la trayectoria vincular desde la que ha configurado su compleja organización psíquica y como ser social que portará sobre su hijo, conciente e inconcientemente, el orden de las representaciones y significaciones sociales. El otro protagonista de esta interacción surge y se configura en ese vínculo como sujeto bio-psico-social, adquiriendo en esa relación fundante su organización somato-psíquica.

El protovínculo se desarrolla en sucesivas etapas en las que la relación se enriquece y redefine en un itinerario que partiendo de una unidad originaria prenatal culmina en la individuación del sujeto que en él se constituye.

Ese vínculo primario se inicia con la vida intrauterina en una constante co-presencia y permanente intercambio. Un aspecto de la interacción se efectiviza, según sostiene Enrique Pichón-Rivière, en un “código biológico”, como intercambio hormonal.

Hemos destacado el carácter asimétrico de esa relación. Sin embargo, en tanto ese ser en gestación adquiere en ella su organización biopsíquica, su cuerpo, sus más rudimentarias formas de psiquismo, su corteza cerebral, la madre a su vez vive un proceso complejo. Ese hijo tiene para ella una significación, positiva o negativa, por momentos ambivalente. Su historia, sus afectos se movilizan ante esa experiencia vital. La presencia de ese otro no es registrada sólo comportamentalmente. Hay un impacto emocional, la relación para ella toma la forma de expectativa, de deseos conciente e inconcientes, de fantasía.

Según Winicott, la madre durante el embarazo desarrolla una actitud afectiva, a la que denomina “preocupación materna primaria”, que consiste en una modalidad específica de relación de la mujer con ese objeto, ese otro, que se ha establecido en el interior de su cuerpo. La particularidad de dicha relación consiste en un centramiento en el bebé, en una intensa identificación con él (“capacidad de reverie”, según W. R. Bion). Logra así la madre una posibilidad de resonancia y desciframiento ante las necesidades del otro, lo que le permite una “adaptación activa”, es decir una respuesta adecuada a esas necesidades.

Esta “preocupación materna primaria”, esta disponibilidad y capacidad de identificación son el fundamento de la “función de sostén y continencia”, “función integradora y transformadora”, “función alfa”, que según distintos autores (Bion, Winnicott, Bowlby, entre otros) permitiría la constitución del yo en el interior de esa “estructura protovincular” (E. Pichón-Rivière).

La identificación intensa con el bebé, esa modalidad de relación que se inicia con el embarazo se modifica, desapareciendo algunos de sus rasgos en tanto el hijo crece fuera de su cuerpo. Dicha modificación es esencial para la individuación, para el tránsito de la simbiosis a la autonomía a través de la discriminación-separación.

La actitud materna y su modalidad vincular operan en el sistema relacional primario desde el comienzo de la vida como condiciones de producción de matrices de aprendizaje.

Este se verá favorecido por el adecuado ejercicio de la función de sostén, sobre la que nos explayaremos más detalladamente al analizar otras fases del protovínculo y procesos de aprendizaje en el ámbito familiar. Por el contrario, tanto un centramiento excesivo en el hijo, una preocupación patológica, que no permite la discriminación o que impone reactivamente la separación en forma brusca, se constituirá como obstáculo en el desarrollo del sujeto. Asimismo, la inexistencia de la identificación con el hijo impedirá el imprescindible ejercicio de la función de sostén.

Ambas situaciones –tras su aparente antagonismo- coinciden en la negación del otro como sujeto, en el desconocimiento de la necesidad del bebé, que es la de ser contenido en las vicisitudes del tránsito desde la total dependencia e indefensión a un progresivo logro de la autonomía, en un proceso de aprendizaje.

En esta etapa de protovínculo, mientras se desarrolla esta intensa identificación con el hijo, por el quantum de energía comprometido en la relación, la mujer queda a su vez en un estado de vulnerabilidad en el que requiere un refuerzo de la continencia y apoyatura grupal, familiar-social.

Distintas organizaciones sociales prestan a la función materna diferentes formas de sostén. Algunas las desconocen.

La institución protovincular se despliega en la interioridad de otra institución: el grupo familiar que la sostiene y normaliza, siendo ambas instituciones, a su vez, socialmente determinadas.

En un primer nivel de análisis de la génesis del sujeto en el protovínculo podemos decir que se forma un cuerpo en el seno de otro cuerpo (cuerpo en el ser humano implica siempre psiquismo). Pero por la grupalidad subyacente a lo vincular podemos afirmar que se forma un cuerpo, se gesta un sujeto en el interior de un grupo. Es esa preexistencia de lo grupal, y en particular de lo grupal familiar que ha permitido afirmar que el grupo es el “Locus Nascendi del Sujeto” (J. Moreno), “matriz modeladora del psiquismo” (Foulkes). El grupo, como institución primordial es causa de la organización grupal del mundo interno (grupo interno según E. Pichón-Rivière).

El protovínculo es, aún en su especificidad, una figura metonímica del grupo originario familiar que subyace a esa relación.

En ese grupo originario la existencia de ese ser por nacer promueve fantasías, afectos, aceptación o rechazo, adjudicación de roles que preexisten al sujeto que emergerá en él, y que en cierta medida diseñan su lugar en la interacción familiar. El sostén grupal familiar del protovínculo se moviliza, ya que el nacimiento de un nuevo ser constituye una exigencia adaptativa para todos y cada uno de los integrantes de esa estructura. Exigencia que implica el desarrollo de procesos de aprendizaje, redefinición de roles y modalidades de interacción.

Las condiciones concretas de existencia de la madre –y con esto hacemos referencia tanto a sus condiciones materiales como emocionales- inciden en ese vínculo fundante. Esas condiciones son mediadas y transmitidas por ella al bebé, tanto a través de las vicisitudes positivas o negativas del intercambio material con su hijo como en la mayor o menor posibilidad de identificación con él, de desciframiento y respuesta activa a sus necesidades. En síntesis, de asunción de la función yoica o de sostén.

Al analizar el protovínculo como situación interaccional, nos hemos referido dominantemente a las experiencias maternas. Cabe preguntarse cuáles son las experiencias de ese ser en gestación, cuál es el nivel o modalidad de registro de esa relación en la que está objetivamente comprometido y que es condición de su existencia.

Cuando se analizan procesos de interacción se puede señalar una serie de fenómenos que entre adultos y aun entre niños muy pequeños son indicadores de relación, de vínculo en tanto inscripción, registro de esa relación. Por ejemplo, intercambio de mirada, de gestos, contacto corporal, mensajes verbales y no verbales. Procesos comunicacionales y de aprendizaje que permiten inferir direccionalidad recíproca de ese comportamiento.

Podemos entonces establecer relaciones de causalidad mutua, dialéctica entre la acción de uno de los protagonistas de la relación y la acción del otro.

Desplegando la pregunta acerca de los niveles y modalidades de inscripción y registro del protovínculo de ese ser en gestación, nos interrogamos por las experiencias de la vida intrauterina.

Lo que era obscuridad y desconocimiento hasta fines del siglo XIX comienza a esclarecerse a partir de J. W. Preyer que investiga y describe los procesos vitales del embrión humano. La embriología hoy, apelando a infinidad de experimentos y sofisticados recursos técnicos que facilitan la observación, plantea que los modos básicos de la conducta tienen su origen en el comienzo del periodo intrauterino.

Profundizando en la línea que desarrollara A. Gesell hace cincuenta años, las investigaciones realizadas aportan elementos suficientes para trazar un esquema de la notable organización de la conducta que tiene lugar antes del nacimiento. Aún así, y pese a los experimentos de Hooker y Spelt, que permiten hablar de aprendizaje por condicionamiento de reflejos en el noveno mes, la cuestión del desarrollo y formas del psiquismo en ese periodo sigue siendo objeto de conjeturas y controversias.

Al referirnos a la situación de nacimiento como protoaprendizaje, paradigma en el que se despliegan muchas de las vicisitudes del aprender, hemos señalado que E. Pichón-Riviére plantea la hipótesis de un protoesquema corporal prenatal. Retomaremos ahora este concepto: dicho protoesquema corporal consiste en una rudimentaria y primitiva organización de sensaciones interoceptivas, propioceptivas y táctiles, ya que la piel está sometida a estímulos permanentes por el líquido amniótico y las paredes uterinas. Según Lapierre y Aucouturier las sensaciones podrían caracterizarse como fusionales: inmerso en el líquido el feto experimenta la textura de ese medio predominantemente invariante y del tejido placentario envolviendo el cuerpo sin discontinuidad, lo que se supone produce una sensación de globalidad difusa e ilimitada de gratificante completad.

El protoesquema corporal prenatal expresa, según Pichón-Rivière el nivel de organización psíquica alcanzado en la vida intrauterina. Esta organización es objetiva y esencialmente relacional por su génesis y desarrollo aun cuando por la situación de simbiosis y el grado de inmadurez se mantiene en un estado de indiferenciación. En el momento de la configuración de ese protoesquema corporal, la diferenciación cuerpo fetal-cuerpo materno, adentro-afuera, no es posible. Esa diferenciación tiene como condición de posibilidad un grado de desarrollo del sistema nervioso y un cúmulo de experiencias que no se dan en la vida intrauterina. La diferenciación implica discontinuidad, ruptura, y lo que caracteriza en gran medida la situación prenatal es la continuidad.

Identificamos vida intrauterina con continuidad, unidad de cuerpo y relativa estabilidad de sensaciones. Sin embargo, y por la existencia comprobada electroencefalográficamente de reacciones diferenciales ante estímulos displacenteros o placenteros, es válido suponer que se gesta en ese periodo una muy rudimentaria “categorización” de la experiencia, desde el instrumento básico de registro: el cuerpo.

La organización del protoesquema corporal prenatal y esa primaria diferenciación de la experiencia en dos grandes categorías: placer-displacer constituirían quizá las primeras formas de aprendizaje y un antecedente de la configuración del yo.

La situación de nacimiento, momento particularmente significativo en la estructura protovincular que analizaremos es emergente del interjuego de dos ciclos vitales: el materno y el fetal.

El nacimiento implica ruptura de la continuidad. El corte del cordón instala entre el cuerpo materno y el cuerpo del hijo una discontinuidad objetiva. Se inicia la estructuración de una nueva organización vital para el bebé. La madre a su vez ingresa a otro ritmo metabólico, hormonal, emocional y práctico. El nacimiento implica contradicción, crisis en el interior de ese vínculo.

Para ambos, madre e hijo, esa redefinición de la relación, que para el bebé implica a su vez una redefinición radical de sus condiciones de existencia, significa adquisición, logro, aprendizaje, resolución de exigencias adaptativas. Pero a la vez hay también pérdida, privación. El recién nacido pierde su estado previo de globalidad fusional, de relativa estabilidad y es invadido por una multiplicidad de estímulos desconocidos.

Esta discontinuidad con lo previo es registrada como privación. Enrique Pichón-Rivière denomina a esta situación protodepresión.

Esta reacción ante la pérdida de las condiciones de vida prenatal, de esa forma de relación con la madre, tiene características específicas que emergen de: 1) la situación del sujeto, 2) del hecho objetivo de la separación e ingreso a otro ritmo vital, 3) de los niveles de organización psíquica alcanzados hasta ese momento.

Esos caracteres son:

  1. la privación es registrada dominantemente a partir de sensaciones. La vicisitud del vínculo tiene una inscripción básicamente corporal.
  2. Emergencia de intensísimas ansiedades o vivencias de “pérdida” y “ataque”, lo que conduce ala simultaneidad del dolor y la ira, dolor y hostilidad. Sobre este modelo e simultaneidad de vivencias en las que se incluyen también experiencias de gratificación, podía configurarse más tarde la situación de ambivalencia como coexistencia en el vínculo de amor y odio, como situaciones emergentes de contradicción.
  3. Confusión que surge por la pasividad de la experiencia, por el ritmo, intensidad y alternancia de ansiedades y vivencias contradictorias y por lo rudimentario de la organización psíquica, incapacitada para ordenar una experiencia tan compleja.
  4. Inhibición –concomitante con la confusión, el monto y ritmo de las ansiedades.

El cuerpo del recién nacido, sometido a una división originaria, es un cuerpo carente, necesitado, que sólo sobrevivirá en el sostén del contacto del cuerpo y del cuidado del otro. Por obra de la función yoica desplegada en el vínculo.

La pérdida de la globalidad y continuidad intrauterina desencadena vivencias como las de fragmentación y carencia de cuerpo. Hemos señalado que en el primer periodo de su vida postnatal el bebé es un “mosaico de sensaciones”. No tiene registro de su cuerpo como unidad. En esa situación cumple un rol fundamental la presencia integradora, la acción del otro, de la madre u otro adulto significativo que se moviliza en función del desciframiento y satisfacción de necesidades, reduciendo la tensión del bebé y ofreciendo gratificación y continencia. En esa desestructuración inicial son particularmente organizadoras las experiencias de contacto global en el cuerpo del adulto.

Nos referiremos al contacto de la mayor superficie de su piel, de su cuerpo con la piel del adulto. Ajuriaguerra plantea la necesidad del establecimiento de “un diálogo tónico”, un interjuego de cuerpos que expresan en ese código de contacto, deseo, afecto, necesidad de complementariedad y fusión.

Se investiga hoy la necesidad de reciprocidad de necesidades y afectos en esa etapa de protovínculo. Después del parto, como decíamos, madre e hijo se encuentran en una situación contradictoria: de logro y privación. Uno vive la depresión de nacimiento, otra la depresión postparto. El encuentro y un intercambio intenso entre ambos está marcado por necesidades de restitución de la fusión perdida. Esto implica desde el adulto, no sólo desde la madre una permisibilidad interna ante ese impulso y ese placer fusional.

La necesidad del cuerpo del otro, acompañada de una fantasía de completud, de la vivencia de fusión que extinga la vivencia de vacío y fragmentación opera con modalidades diferentes toda la vida y se manifiesta particularmente en situaciones de alta intensidad emocional.

En esta etapa de protovínculo se establece, pese a la asimetría y a la objetiva dependencia e indefensión del bebé una unidad del enseñar y el aprender.

Ajuriaguerra señala que el recién nacido da placer, pero también provoca miedo, angustia, extrañaza y a veces rechazo. Eso se expresa en como se lo toma, alza, mueve y toca. Dice ese autor: “la madre aprende que quiere a su hijo”. Lo mismo sucede con el padre. Van descubriendo en la relación su amor por el bebé. Este jamás es pasivo en ese diálogo piel a piel. Su cuerpo no transmite sólo su necesidad, sino también su gratitud, su afecto inmenso.

El bebé organiza el amor potencial del adulto. Esto nos remite a una frase de R. Kaës, que plantea que “lo que se apoya está en condiciones de servir de apoyo a lo que lo sostiene”.

Lo que nos habla de que aun en la asimetría de este vínculo primario hay una reciprocidad, una dialéctica en la función de sostén, que es siempre un doble apoyo, un interjuego entre modelar y ser modelado.

Hemos hecho referencia a la disponibildad interna de la madre, del adulto ante el impulso y el placer fusional, que permanece a lo largo de la vida y suele ser asociado con procesos regresivos. El adulto es buscado por el bebé, aún cuando no se discrimine de él. Ese contacto es vivido como lugar de placer y seguridad. Pero a la vez, el cuerpo de la madre, el cuerpo del adulto, es un cuerpo necesitado, deseante. Si ese adulto se permite registrar, vivir su necesidad, conectarse con lo que el bebé despierta en él, si no lo reprime, se instalará en ese vínculo una matriz de libertad y permisibilidad. Se ofrece entonces una continencia de calidad diferente, en la que no se desliza con tanta facilidad la culpa, la represión, la vivencia de transgresión, la prohibición o limitación del impulso epistémico.

Si el adulto acepta aprender del bebé, del niño, dejarse guiar por su necesidad, si se mantiene en una expectativa no excesivamente ansiosa ante las señales de esa necesidad, el paso trascendental de la dependencia a la autonomía, de la continuidad a la discontinuidad y desde allí a la progresiva individuación y constitución de la identidad se dará con más placer, menos desgarramiento y vivencia de transgresión, menores inhibiciones en el proceso de aprendizaje.

La asimetría objetiva de ese vínculo tendrá entonces rasgos de autoridad en términos de continencia, compañía y referente necesitado, antes que de jerarquía y omnipotencia. El bebé y el niño necesitan, por su indefensión, apoyarse a veces en la fantasía de la omnipotencia del adulto. Pero si éste queda atrapado en esa fantasmática y ejerce la diferencia como omnipotencia despótica, como autoritarismo que sólo requiere sometimiento, probablemente contribuya a gestar una matriz en la que el aprendizaje, como apropiación instrumental de la realidad, esté significativamente obstaculizado y la visión del mundo vincular empobrecida desde un “argumento” estereotipado en el que toda relación se reduce a un interjuego dominador-dominado.

CUERPO Y APRENDIZAJE

Hemos señalado, al referirnos a la génesis del sujeto, en el protovínculo, que nos gestamos como un cuerpo en el interior de otro cuerpo, pero que por la grupalidad que subyace y contiene a ese vínculo primario nos formamos como un cuerpo al interior de un grupo. Ese otro, esa estructura familiar y ese orden social “significarán” a ese cuerpo y las vicisitudes de esa interacción significante dejará huellas en el psiquismo. Huellas que muchas veces quedarán inscriptas, alojadas en el esquema o imagen corporal. No estamos planteando aquí una disociación mente-cuerpo. Por el contrario, apuntamos más allá de las limitaciones del leguaje, a la superación de ese obstáculo epistemológico, y el señalamiento de la indivisible unidad que constituyen. A partir del cuerpo, de sus funciones, y en procesos de interacción grupal, institucional, social, se desarrolla el psiquismo, ya que el cuerpo es base material de los procesos psíquicos.

Didier Anzieu, en El Yo-Piel afirma: “el cuerpo es dimensión vital de la realidad humana, dato primero, irreductible a otros. Sin embargo, ese cuerpo e negado, está ausente de la enseñanza, de la vida cotidiana, es ignorado por el psicologismo”. Nuestra reflexión sobre el protovínculo, sobre el sujeto que en él se constituye nos conduce a poner en un primer plano de nuestro análisis la función y el lugar del cuerpo en el vínculo, en los primeros aprendizajes, en la configuración de lo que denominamos “matrices del aprender”. Intentamos aproximarnos a una comprensión más profunda de la relación entre cuerpo-aprendizaje-comunicación-vínculo.

El cuerpo es, aún antes del nacimiento, instrumento de registro e instrumento de expresión-comunicación. Con mayor certeza podemos afirmar que todo lo que acontece a partir del nacimiento es registrado por ese instrumento de conocimiento. La sensación es forma y resulta de ese registro. A la vez la vivencia, la experiencia, la emoción, es expresada por el cuerpo por el gesto, el grito, el llanto, la acción.

Hemos planteado reiteradamente, siguiendo a Enrique Pichón-Rivière, que el aprendizaje es un movimiento de exploración, una apropiación de lo real que se fundamenta en las necesidades del sujeto. También sostenemos que todo vínculo, como estructura relacional, se establece a partir de necesidades. Queda abierto entonces un interrogante: ¿qué relación existe entre cuerpo y necesidad? La necesidad no es sólo corporal, ya que el hombre es una unidad biopsicosocial. Las necesidades tienen siempre estas tres dimensiones. Aun las necesidades llamadas “corporales”, por ejemplo el hambre, implica un registro psíquico, no hay sólo sensaciones, sino imágenes emociones, ansiedades y esa necesidad emerge y encuentra su destino de gratificación o frustración en el ámbito vincular-social.

El cuerpo es lugar de registro de la necesidad, fuente de necesidades, lugar de deseo, del afecto, de la emoción y en este sentido la historia de un sujeto puede ser analizada desde esta perspectiva: la historia de un cuerpo relacionándose con otros cuerpos. Esto se da en sucesivos vínculos, en sucesivas experiencias. Y en ellas se registra el placer, la satisfacción, la frustración, el dolor, la presencia o la ausencia del otro, su deseo o su rechazo.

En esa trayectoria de experiencias, en esa sucesión de vínculos, cada uno de aprehende a sí mismo, construye su esquema corporal, se configura la vivencia emocional de identidad, a la vez que conoce el mundo vincular, social, material, que es escenario de su experiencia.

Hemos citado a Piaget cuando hace referencia al proceso de desarrollo de la inteligencia como tránsito del caos al cosmos. “El bebé, el niño, dice Piaget, pasa del caos de la propia actividad, al cosmos”. Es decir, a percibirse como un elemento dentro de un sistema de relaciones. Este proceso que implica una secuencia temporal de varios años es una transformación cualitativa en términos de conocimiento de sí y del mundo.

Ese tránsito, esa organización de la experiencia que requiere la construcción de matrices o modelos de aprendizaje, tiene como escenario y condición de posibilidad esa trayectoria vincular, ese interjuego de cuerpos con los que se inicia la vida y en consecuencia el aprendizaje.

El propio cuerpo y el cuerpo del otro, esa relación de cuerpos en el inicio aún no registrados como discontinuos o diferenciados, se constituye como el primer objeto de exploración, descubrimiento, apropiación, conocimiento. Este proceso se da con alternativas de placer-displacer y está socialmente pautado.

Hemos señalado que el orden social significa al cuerpo, le otorga un lugar, lo afirma o lo niega, lo estigmatiza o lo rechaza, lo reprime, lo transforma en mercancía. Desde allí se definen, a grandes rasgos, las relaciones que hombre y mujeres de una cultura tienen con su cuerpo y el cuerpo de los otros, lo que se expresará en la familia, la escuela, el ámbito laboral. Es decir, en los distintos ámbitos de la cotidianidad.

Las técnicas de trabajo corporal revelan hasta qué punto el cuerpo guarda el registro de la historia vincular de aprendizajes. Al abordar y movilizar zonas como la piel, la espalda, el eje tronco-piernas, la cara, las mejillas, la cabeza, las manos, van emergiendo fantasías, imagos muy primarias, afectos primitivos, que señalan el cuerpo como memoria de la experiencia y de la forma en que esta experiencia fue interpretada y significada, por el sujeto y por el otro, en el interior del vínculo.

Ese trabajo permite la emergencia del mundo fantasmático que ese cuerpo aloja y el replanteo de la relación con el propio cuerpo, hoy alienado. Ese cuerpo que una moral sexual, funcional a un sistema social de explotación-dominación transformó durante siglos, en nuestra cultura, en tabú, reprimiéndolo y negándolo como instrumento de conocimiento en el goce y de goce en el conocimiento. En esa negación del cuerpo, que es negación de la acción, de la sexualidad, de la praxis como fundamento del pensar, se expresa una ideología, una concepción del hombre, del mundo y del conocimiento que legitima la hegemonía de un sector social sobre otros, las relaciones de dominación, la división del trabajo manual e intelectual.

Profundizaremos el análisis de la relación entre cuerpo, sexualidad, familia, represión, configuración de modelos de aprendizaje, estructura social e ideología, al indagar las vicisitudes del impulso epistémico (de conocimiento).