La teoría etnológica oscila así entre dos ideas opuestas- y sin embargo complementarias – con respecto al poder político:
Para una, las sociedades primitivas están desprovistas en su mayoría de toda forma real de organización política: la ausencia de un órgano aparente y efectivo de poder llevó a rechazar la función misma de ese poder en esas sociedades, desde entonces juzgadas como estancadas en un estadio histórico pre-político o anárquico. Para la segunda, por el contrario, una minoría de entre las sociedades primitivas sobrepasó la anarquía primordial para acceder a ese modo de ser, único auténticamente humano, del grupo: la institución política; pero entonces vemos allí el “defecto”- que caracterizaba la masa de las sociedades- convertirse aquí en “exceso”, y la institución pervertirse en despotismo o tiranía. Todo sucede pues como si las sociedades primitivas se encontraran posicionadas ante una alternativa: o bien el defecto de la institución y su horizonte anárquico, o bien el exceso de esa misma institución y su destino déspota. Pero de hecho esta alternativa es un dilema, pues, de este lado o del otro de la verdadera condición política, es siempre esta última la que escapa al hombre primitivo. Y es precisamente en la certeza del fracaso casi fatal al cual ingenuamente la etnología incipiente condenaba a los no occidentales, que se revela esta complementariedad de los dos extremos, acordando cada uno por sí mismo: el uno por exceso, el otro por defecto, negar la “justa medida” del poder político.
En este sentido América del Sur ofrece una ilustración muy notable de esa tendencia a inscribir a las sociedades primitivas en el marco de esa macrotipología dualista: y oponemos al separatismo anárquico de la mayoría de las sociedades indígenas, la pasividad de la organización incaica; “el imperio totalitario del pasado”. De hecho, considerándolas según su organización política, la mayoría de las sociedades indígenas de América se distinguen por su sentido de la democracia y su gusto por la igualdad.
Los primeros viajeros de Brasil y los etnógrafos que le siguieron lo subrayaron innumerables veces: la propiedad más notable del jefe indio consiste en su falta casi total de autoridad; la función política parece no ser -en estos pueblos- sino débilmente diferenciada. A pesar de su dispersión y su insuficiencia, la documentación que poseemos viene a confirmar esa viva impresión de democracia, a la cual fueron sensibles todos los americanistas. Entre la enorme masa de las tribus vueltas a censar en América del Sur, la autoridad del caciquismo no está explícitamente testimoniada más que por algunos grupos, tales como los Taïno de las islas, los Caquecio, los Jirajira, o los Otomac. Pero conviene señalar que esos grupos, casi todos Arawak, se localizan en el Noroeste de América del Sur, y que su organización social presenta una clara estratificación en castas: este último rasgo no se encuentra sino en las tribus Guaycuru y Arawak (Guana) del Chaco.
Además podemos suponer que las sociedades del Noroeste se apegan a una tradición cultural más cercana a la civilización chibcha y a la del área andina que a aquella de las culturas de la Selva Tropical. Es, pues, el defecto de estratificación social y de autoridad del poder lo que debemos retener como rasgo pertinente de la organización política de la mayoría de las sociedades indígenas: algunas de entre ellas, tales como los Ona y los Yaganes de Tierra del Fuego, no poseen ni siquiera la institución del caciquismo; y se dice de los Jíbaros que su lengua no posee términos para designar al jefe.
A un espíritu formado por culturas donde el poder político está dotado de poder efectivo, el status particular del caciquismo americano se impone pues como de naturaleza paradojal: ¿Qué es, pues, ese poder privado de los medios para ejercerse? ¿Por qué se define el jefe, puesto que la autoridad le hace defecto? Y muy pronto estaríamos tentados, cediendo a las tentaciones de un evolucionismo más o menos consciente, de concluir en el carácter epifenoménico del poder político en esas sociedades, que su arcaísmo impediría inventar una auténtica forma política. Sin embargo, resolver el problema de esta manera no llevaría más que a replantearlo de una manera diferente: ¿De dónde tal institución sin “sustancia” toma la fuerza para subsistir? Puesto que, lo que se trata de comprender, es la persistencia bizarra de un “poder” casi impotente, de un caciquismo sin autoridad, de una función que funciona al vacío.
En un texto de 1948, R. Lowie, analizando los rasgos distintivos del tipo de jefe evocado anteriormente, nombrado por él como titular chief, aísla tres propiedades esenciales del líder indígena, cuya recurrencia a lo largo de las dos Américas permite asir como condición necesaria del poder en esas regiones:
1.- El jefe es un “hacedor de paz”; es la instancia moderadora del grupo, testimonio de esto es la división frecuente del poder civil y militar.
2.- El debe ser generoso con sus bienes, y no puede permitirse, sin retractarse, rechazar las incesantes demandas de sus “administrados”.
3.- Sólo un buen orador puede acceder al caciquismo.
Este esquema de la triple calificación necesaria para el que será detentor de la función política es, por cierto, tan pertinente para las sociedades tanto sur como norteamericanas. En primer lugar, en efecto, es notable que los rasgos del caciquismo sean profundamente opuestos en tiempos de guerra que en tiempos de paz, y que, muy a menudo, la dirección del grupo sea asumida por dos individuos diferentes, por ejemplo en el caso de los Cubeo, o en las tribus del Orinoco: existe un poder civil y un poder militar. Durante las expediciones guerreras, el jefe dispone de un poder considerable, a veces incluso absoluto, sobre el conjunto de los guerreros. Pero, una vez lograda la paz, el jefe de guerra pierde toda su potencia. El modelo del poder coercitivo no es aceptado pues, sino en ocasiones excepcionales, cuando el grupo se ve enfrentado a una amenaza exterior. Pero la conjunción del poder y de la coerción cesa en cuanto el grupo no se relaciona sino consigo mismo. Así, la autoridad de los jefes tupinamba, indiscutida durante las expediciones guerreras, en tiempos de paz se encuentra estrechamente sometida al control del consejo de ancianos. Asimismo, los Jíbaros no tendrían jefe sino en tiempos de guerra. El poder normal, civil, fundado en el consensus omnium y no en la coacción, es por lo tanto de naturaleza profundamente pacífica; su función es igualmente “pacificadora”: el jefe tiene por encargo el mantenimiento de la paz y de la armonía en el grupo. También él deberá apaciguar las querellas, reglamentar los diferendos, no usando la fuerza, pues no la posee y no le será reconocida, sino basándose sólo en las virtudes de su prestigio, de su equidad y de su palabra. Más que un juez que sanciona, es un árbitro que busca reconciliar. No es sorprendente pues constatar que las funciones judiciales del caciquismo sean tan raras: si el jefe fracasa en reconciliar las partes adversarias, él no puede impedir el diferendo de que lo conviertan en vasallo. Y eso revela muy bien la disyunción entre el poder y la coerción.
El segundo rasgo característico del caciquismo indígena, la generosidad, parece ser más que un deber: una servidumbre. En efecto, los etnólogos notaron en las poblaciones más diversas de América del Sur que esa obligación de dar, bajo la cual se rige el jefe, es vivida por los indígenas como una suerte de derecho de someterlo a un pillaje permanente. Y si el desafortunado líder intenta frenar esa huída de regalos, todo prestigio, todo poder le son inmediatamente negados. Francis Huxley escribe, a propósito de los Urubu: “El rol del jefe es ser generoso y dar todo lo que le piden: en algunas tribus indígenas, siempre se puede reconocer al jefe como aquel que posee menos que los demás y que lleva los ornamentos más miserables. El resto se le fue en regalos”(1) . La situación es del todo análoga en los Nambikwara, descritos por Claude Lévi-Strauss: “…la generosidad juega un rol fundamental para determinar el grado de popularidad que gozará el nuevo jefe”(2). A veces, el jefe, excedido por las repetidas demandas, grita: “¡ Traigan! ¡Terminé de dar! ¡ Que otro sea generoso en mi lugar!”(3).
Es inútil multiplicar los ejemplos, pues esta relación de los indígenas con su jefe es constante a lo largo de todo el continente (Guayana, Alto- Xingu,etc.) Avaricia y poder no son compatibles; para ser jefe hay que ser generoso.
Más allá de ese gusto tan vivo por las posesiones del jefe, los indios aprecian mucho sus palabras: el talento oratorio es una condición y también un medio de poder político. Son numerosas las tribus en las que el jefe debe, todos los días- ya sea al alba, o al crepúsculo- gratificar con un discurso edificante a las personas de su grupo: los jefes pilaga, sherenté, tupinamba, exhortan cada día a su pueblo a que viva según la tradición. Puesto que la temática de su discurso está estrechamente ligada a su función de “hacedor de paz”. “…el tema habitual de esas arengas es la paz, la armonía y la honestidad, virtudes recomendadas a todas las personas de la tribu”(4). Sin duda que el jefe a veces predica en el desierto: los Toba del Chaco o los Trumai del Alto Xingu a menudo no prestan la más mínima atención al discurso de su líder, el cual habla entonces ante la indiferencia general.
Sin embargo esto no debe enmascararnos el amor de los indígenas por la palabra: un Chiriguano no explicaba el acceso de una mujer al caciquismo diciendo: “Su padre, ¿ le enseñó a hablar? ”.
La literatura etnográfica entonces atestigua bien la presencia de esos rasgos esenciales del caciquismo. Sin embargo, el área sudamericana (Excluyendo las culturas andinas, que de momento no será el tema ) presenta un rasgo suplementario a agregar a los tres destacados por Lowie: casi todas esas sociedades, sean cuales fueran su unidad sociopolítica y su estatura demográfica, reconocían la poligamia; pero casi todas la reconocían como privilegio frecuentemente exclusivo del jefe. La dimensión de los grupos varía grandemente en América del Sur, según el contexto geográfico, el modo de adquisición de los alimentos, el nivel tecnológico: una banda de nómades guayaki o siriono, pueblos sin agricultura, consta raramente de más de treinta personas. Por el contrario, las aldeas tupinamba o guaraní, agricultores sedentarios, a veces reúnen más de mil personas. El gran caserío colectivo de los Jíbaros alberga entre 80 a 300 residentes y la comunidad witoto comprende alrededor de cien personas. Por consiguiente, según las áreas culturales, el tamaño medio de las unidades sociopolíticas puede sufrir variaciones considerables. No es menos sorprendente constatar que la mayoría de esas culturas, desde la miserable banda guayaki hasta la enorme aldea tupi, reconocen y admiten el modelo del matrimonio plural, frecuentemente bajo la forma de poliginia sororal. Por lo tanto, es necesario admitir que el matrimonio poligíneo no es función de una mínima densidad demográfica del grupo, puesto que vemos a esta institución instalada tanto en una banda guayaki como por una aldea tupi, treinta o cuarenta veces más numerosa. Podemos estimar que la poliginia, cuando se pone en práctica en el seno de una importante masa de población, no acarrea perturbaciones demasiado graves para el grupo. Pero ¿Qué sucede con esto cuando ella concierne a unidades tan débiles como la banda nambikwara, guayaki o siriono? No puede sino afectar fuertemente a la vida del grupo y sin embargo, este interpone razones sólidas para aceptar también la poliginia, razones que habrá que intentar elucidar.
A este respecto es interesante interrogar el material etnográfico, a pesar de sus numerosas lagunas: por cierto, nosotros no poseemos-acerca de numerosas tribus- más que magras reseñas; a veces –de una tribu- no conocemos sino el nombre por el cual ha sido designada. Sin embargo, me parece que podemos concordar a ciertas recurrencias una verosimilitud estadística. Si retenemos la cifra aproximativa, pero probable, de un total de alrededor doscientos etnias para toda América del Sur, nos damos cuenta que, sobre ese total, la información de la que podemos disponer no establece formalmente una monogamia estricta sino que para una docena de grupos a penas: son, por ejemplo, los Palikur de Guyana, los Apinayé y los Timbira del grupo Gé, o los Yagua del norte amazónico. Sin asignar a esos cálculos una exactitud que por cierto no poseen, son sin embargo indicativos de un orden de magnitud: apenas una veintena de sociedades indígenas practica la monogamia rigurosa. Esto es decir que la mayoría de los grupos reconocen la poliginia y que esta es casi continental en su extensión.
Pero igualmente debemos notar que la poliginia indígena está limitada estrictamente a una pequeña minoría de individuos, casi siempre los jefes. Y por otra parte se comprende que no pueda ser de otro modo. Si, en efecto consideramos que la sex ratio natural, o relación numérica de los sexos, jamás sería demasiado baja como para permitir a cada hombre casarse con más de una mujer, vemos que una poliginia generalizada es biológicamente imposible: entonces, ella está limitada a determinados individuos. Esta determinación natural es confirmada por el examen de los cálculos etnográficos: sobre 180 o 190 tribus practicando la poliginia, sólo una docena no le asigna límites; es decir, que todo hombre adulto de esas tribus puede casarse con más de una mujer. Son, por ejemplo, los Achagua, Arawak del Noroeste, los Chibcha, los Jíbaros, o los Rucuyenes, Carib de Guyana. Ahora, los Achagua y los Chibchas, que pertenecen al área cultural llamada circuí-Carib, común a Venezuela y Colombia, eran muy diferentes del resto de las poblaciones sudamericanas; comprometidos en un proceso de profunda estratificación social, reducían a la esclavitud a sus vecinos menos poderosos y se beneficiaban de esta manera con un aporte constante e importante de prisioneras, tomadas también como esposas complementarias. En lo que concierne a los Jíbaros, sin duda es su pasión por la guerra y la caza de cabezas que, acarreando una gran mortalidad de jóvenes guerreros, , permitía a la mayoría de los hombres practicar la poliginia. Los Rucuyenes, y con ellos muchos otros grupos Carib de Venezuela, eran igualmente poblaciones muy belicosas: sus expediciones militares a menudo tenían por objeto obtener esclavas y esposas secundarias.
Todo eso nos muestra en primer lugar la infrecuencia, naturalmente determinada, de la poliginia general. Por otra parte vemos que, cuando esta no está restringida al jefe, esa posibilidad se funda en determinantes culturales: existencia de castas, práctica de la esclavitud, actividad guerrera. Aparentemente, estas últimas sociedades parecían más democráticas que las otras, ya que la poliginia deja de ser el privilegio de uno solo. Y, de hecho, la oposición parece estar más zanjada, entre ese jefe Iquito, poseedor de doce mujeres, y sus hombres restringidos a la monogamia, que entre el jefe achagua y los hombres de su grupo, a los cuales la poliginia les era igualmente permitida. Recordemos sin embargo que las sociedades del noroeste estaban ya fuertemente estratificadas y que una aristocracia de ricos nobles detentaba- por su riqueza misma- el medio de ser más polígamos, si podemos decirlo, que los “plebeyos” menos favorecidos: el modelo de casamiento por compra permitía adquirir- a los hombres ricos- un número mayor de mujeres . De modo que entre la poliginia como privilegio del jefe y la poliginia generalizada, la diferencia no es de naturaleza, sino de grado: un plebeyo chibcha o achagua de ningún modo podía casarse con más de dos o tres mujeres, mientras que un jefe célebre del noroeste, Guaramental, poseía doscientos de ellas.
Del análisis precedente, también es legítimo retener que para la mayoría de las sociedades sudamericanas, la institución matrimonial de la poliginia está estrechamente articulada con la institución política del poder. La especificidad de ese vínculo no se aboliría más que con un restablecimiento de las condiciones de la monogamia: una poliginia de igual magnitud para todos los hombres del grupo. Ahora bien, el breve examen de algunas sociedades poseedoras del modelo generalizado de matrimonio plural revela que la oposición entre el jefe y el resto de los hombres se mantiene y más aun, se refuerza.
Ocurre igualmente que ciertos guerreros tupinamba- los más exitosos en combate- investidos de un poder real, podían poseer esposas secundarias, a menudo hechas prisioneras y arrancadas del grupo vencido. Puesto que el “Consejo”, al cual el jefe debía someter todas las decisiones, precisamente estaba compuesto en parte por los guerreros más brillantes; y es de entre estos que la asamblea de los hombres elegía al nuevo jefe cuando el hijo del jefe muerto era estimado inepto para el ejercicio de tal función. Si, por otra parte, ciertos grupos reconocían a la poliginia como privilegio del jefe, y también de los mejores cazadores, es porque la caza, como actividad económica y actividad de prestigio, revista aquí una importancia particular sancionada por la influencia que confiere al hombre hábil su relación con el aporte de abundante alimento: en las poblaciones tales como los Puri-Coroado, los Caïngang, o los Ipurina del Jurua Purus, la caza constituye una fuente decisiva de alimentación; por lo tanto, los mejores cazadores adquieren un status social y un “peso” político conformes a su calificación profesional. Siendo la tarea principal del líder velar por el bienestar de su grupo, el jefe ipurina o caïngang será uno de los mejores cazadores, con el cual el grupo abastece de hombres elegibles como jefes. Por consiguiente, además del hecho que sólo un buen cazador está en posición de subvencionar las necesidades de una familia poligámica, la caza, actividad económica esencial para la subsistencia del grupo, confiere a los hombres que tiene más éxito en ella, una importancia política certera. Permitiendo la poliginia a los más eficaces de sus proveedores de alimento, el grupo les reconocía implícitamente la calidad de líderes posibles. Sin embargo, es necesario señalar que esta poliginia, lejos de ser igualitaria, favorece siempre al jefe efectivo del grupo.
El modelo de matrimonio poligámico, encarado según esas diversas extensiones: general o restringida, ya sea únicamente para el jefe, ya sea para el jefe y una débil minoría de hombres, nos ha remitido constantemente a la vida política del grupo ; es sobre este horizonte donde la poliginia dibuja su figura, y tal vez es allí donde podría leerse el sentido de su función.
Entonces, es justamente a través de cuatro rasgos que se puede distinguir al jefe en América del Sur. Como tal es un “Apaciguador profesional”; deberá ser además generoso y buen orador; y por último, la poliginia es su privilegio.
Se impone sin embargo una diferencia entre el primer criterio y los tres siguientes. Estos definen el conjunto de prestaciones y contraprestaciones, por medio de las cuales se mantiene el equilibrio entre la estructura social y la institución política: el líder ejerce un derecho sobre un número anormal de mujeres del grupo; este último en cambio tiene el derecho de exigir a su jefe generosidad de bienes y talento oratorio. Esta relación con apariencia de intercambio se determina así en un nivel esencial de la sociedad, un nivel propiamente sociológico que concierne a la estructura del grupo como tal. Por el contrario, la función moderadora del jefe se despliega en el elemento de la práctica estrictamente política. En efecto, -como parece hacerlo lowie- no se puede situar en el mismo plano de realidad sociológica, por una parte, lo que se define- en términos del análisis precedente-, como el conjunto de las condiciones de posibilidad de la esfera política, y por otra parte, lo que constituye la puesta en marcha efectiva-vivida como tal- de las funciones cotidianas de la institución. Tratar como elementos homogéneos el modo de constitución del poder y el modo de operar del poder constituido, llevaría de algún modo a confundir el ser con el hacer del caciquismo, lo trascendental y lo empírico de la institución. Humildes en su alcance, las funciones del jefe no son –sin embargo- menos controladas por la opinión pública. Planificador de las actividades económicas y ceremoniales del grupo, el líder no posee ningún poder de decisión; nunca estará seguro que sus “órdenes” serán ejecutadas: Esta permanente fragilidad de un poder incesantemente impugnado da su tonalidad al ejercicio de la función: el poder del jefe depende del bienquerer del grupo. De allí se comprende el interés directo del jefe por mantener la paz: la irrupción de una crisis destructiva de la armonía interna apela a la intervención del poder, pero al mismo tiempo suscita esa intención contestataria que el jefe no tiene medios para vencerla.
La función, al ejercerse, indica también aquello de lo cual se busca el sentido: la impotencia de la institución. Pero es en el plano de la estructura, es decir, en otro nivel, donde reside, enmascarado, ese sentido. Como actividad concreta de la función, la práctica del jefe no reenvía entonces al mismo orden de fenómenos que los otros tres criterios ; ella los deja subsistir como una unidad estructuralmente articulada a la esencia misma de la sociedad.
En efecto, es notable constatar que esta trinidad de atributos: don de oratoria, generosidad, poliginia, ligados a la persona del líder, concierne a los mismos elementos de los cuales el intercambio y la circulación constituyen la sociedad como tal, y sancionan el pasaje de la naturaleza a la cultura. En principio se define esta sociedad por los tres niveles fundamentales del intercambio; de los bienes, de las mujeres, y de las palabras; de igual manera es por referencia inmediata a esos tres tipos de “signos” como se constituye la esfera política de las sociedades indígenas. Aquí el poder tiene pues relación con los tres niveles estructurales esenciales de la sociedad, es decir, con el corazón mismo del universo de la comunicación. Es necesario pues, elucidar la naturaleza de esa relación, para intentar desprender de ella las implicaciones estructurales.
Aparentemente, el poder es fiel a la ley de intercambio que funda y rige la sociedad; todo sucede, al parecer, como si el jefe recibiera una parte de las mujeres del grupo, como intercambio de bienes económicos y signos lingüísticos, la única diferencia resultante de lo que aquí las unidades de intercambio son, por una parte un individuo, por otra, el grupo tomado globalmente. No obstante, tal interpretación, basada en que el principio de reciprocidad determina la relación entre poder y sociedad, se revela muy pronto insuficiente: sabemos que las sociedades indígenas de América del Sur no poseen en general más que una tecnología relativamente rudimentaria, y que, por consiguiente, ningún individuo, aunque sea jefe, puede concentrar en sus manos muchas riquezas materiales. El prestigio de un jefe, lo hemos visto, se sostiene en gran medida en su generosidad. Pero, por otra parte, las exigencias de los indígenas sobrepasan a menudo las posibilidades inmediatas del jefe. Entonces, este es constreñido, bajo pena de verse rápidamente abandonado por la mayoría de sus gentes, a intentar satisfacer sus demandas. No cabe duda que sus esposas pueden, en gran medida, sostenerlo en su tarea: el ejemplo de los Nambikwara ilustra bien el rol decisivo de las mujeres del jefe. Pero algunos objetos-arcos, flechas, ornamentos masculinos-,no pueden ser fabricados sino por su jefe; ahora, sus capacidades de producción se han reducido grandemente, y esto limita inmediatamente el alcance de las prestaciones en bienes del jefe al grupo. Por otra parte, también sabemos que, para las sociedades “primitivas”, las mujeres son los valores por excelencia. ¿ Cómo pretender, en este caso, que este intercambio aparente ponga en juego dos “masas” equivalentes de valores, equivalencia que, sin embargo, deberían alcanzar, si el principio de reciprocidad está funcionando bien para articular la sociedad a su poder ? Es evidente que para el grupo, que se desprendió – en pro del jefe- de una cantidad importante de sus valores más esenciales- las mujeres- , las arengas cotidianas y los magros bienes económicos de los cuales puede disponer el líder, no constituyen una compensación equivalente. Y eso, puesto que a pesar de su falta de autoridad, el jefe sin embargo, goza de un status social envidiable. La desigualdad del intercambio es asombrosa: no se explicaría sino en el seno de sociedades donde el poder, dotado de una autoridad efectiva, sería- por este hecho- netamente diferenciado del resto del grupo. Ahora, precisamente es esta autoridad la que le falta al jefe indígena: ¿ cómo , por tanto, comprender que una función, gratificada de privilegios exorbitantes, sea por otra parte, impotente en ejercerse?
Al querer examinar en términos de intercambio la relación del poder en el grupo no se llega sino a hacer estallar la paradoja. Consideremos pues el estatuto de cada uno de los tres niveles de comunicación, tomados en el seno de la esfera política. Está claro que en lo que concierne a las mujeres, su circulación se hace en “sentido único”: desde el grupo hacia el jefe; ya que este último sería del todo incapaz de volver a poner en circuito, hacia el grupo, un número de mujeres equivalente al número que él recibió. Por cierto, las esposas del jefe le darán hijas que más tarde serán esposas potenciales para los jóvenes del grupo. Pero debemos considerar que la reinserción de las hijas en el ciclo de los intercambios matrimoniales no llega a compensar la poliginia del padre. En efecto, en la mayoría de las sociedades sudamericanas, el caciquismo se hereda patrilinealmente. Así, el hijo del jefe, o en su defecto, el hijo del hermano del jefe, será el nuevo líder de la comunidad. Y, al mismo tiempo que asume el cargo, recogerá también el privilegio de la función, a saber, la poliginia. El ejercicio de ese privilegio anula en cada generación, el efecto de lo que podría neutralizar, por la vía de las hijas, la poliginia de la generación precedente. No es en el plano diacrónico de las sucesivas generaciones donde se juega el drama del poder, sino en el plano sincrónico de la estructura grupal. El advenimiento de un jefe reproduce cada vez la misma situación: esta estructura de repetición no se aboliría sino en la perspectiva cíclica de un poder que recorrería sucesivamente a todas las familias del grupo, siendo elegido el jefe-en cada generación- desde una familia diferente, hasta volver a encontrar a la primera familia, inaugurándose así un nuevo ciclo. Pero el cargo es hereditario: aquí no se trata entonces de intercambio, sino de un puro y simple don del grupo a su líder, don sin contrapartida, destinado en apariencia a sancionar el status social del detentor de un cargo instituido para no ser ejercido.
Si nos volvemos hacia el nivel económico del intercambio, nos damos cuenta que los bienes sufren el mismo tratamiento: su movimiento se efectúa únicamente desde el jefe hacia el grupo. A las sociedades indígenas de América del Sur, rara vez se les pide prestaciones económicas para su líder, y este último, como cualquiera, debe cultivar su mandioca y matar su caza. Excepción de esto son las sociedades del Noroeste de América del Sur, en las que los privilegios del Caciquismo en general no se sitúan en un plano material, y sólo algunas tribus hacen del ocio la marca de un status social superior: los Manasi de Bolivia o los guaraníes cultivan los jardines del jefe y recolectan las cosechas. Aun es necesario agregar que, en el caso de los guaraníes,el uso de ese derecho honre -quizás- menos al jefe que al chamán . Sea como fuere, la mayoría de los líderes indígenas está lejos de ofrecer la imagen de un rey holgazán: muy por el contrario, el jefe, obligado a responder a la generosidad que se espera de él, debe –sin cesar- buscar procurarse regalos para ofrecer a sus gentes. El comercio con otros grupos puede ser una fuente de bienes; pero, muy a menudo, el jefe se fía en su propia ingeniosidad y en su trabajo personal. De modo que, curiosamente, es el líder quien, en América del Sur, trabaja más duramente.
Finalmente, el estatuto de los signos lingüísticos es aun más evidente: en sociedades que han sabido proteger el lenguaje de la degradación que le infligen las nuestras, la palabra, más que un privilegio, es un deber del jefe: es sobre él que recae el dominio de las palabras, hasta el punto en que se ha podido escribir, a propósito de una tribu norteamericana: “Podemos decir, no que el jefe sea un hombre que habla, sino que aquel que habla es un jefe”, fórmula cómodamente aplicable a todo el continente sudamericano. Pues el ejercicio de ese cuasi-monopolio del jefe sobre el lenguaje se refuerza con el hecho que los indios no lo aprehenden como una frustración. La división está tan claramente establecida que los dos asistentes del líder trumaï, por ejemplo, si bien gozan de cierto prestigio, no pueden hablar como el jefe: no en virtud de una interdicción exterior, sino por el sentimiento que la actividad parlante sería una afrenta tanto para el jefe como para el lenguaje; pues, dice un informador, cualquiera que no fuese el jefe “tendría vergüenza” de hablar como él.
En la medida que, rechazando la idea de un intercambio de las mujeres del grupo contra los bienes y los mensajes del jefe, se examina por consiguiente el movimiento de cada “signo” según su propio circuito, descubrimos que ese triple movimiento presenta una dimensión negativa común que asigna a esos tres tipos de “signos” un destino idéntico: no aparecen más como valores de intercambio, la reciprocidad deja de reglamentar su circulación, de allí cada uno de ellos cae al exterior del universo de la comunicación. Una relación original entre la región del poder y la esencia del grupo se revela pues aquí: el poder mantiene una relación privilegiada con los elementos cuyo movimiento recíproco funda la estructura misma de la sociedad; pero esa relación, al negarles un valor que es de intercambio a nivel del grupo, instaura la esfera política no sólo como exterior a la estructura del grupo, sino más bien como negadora de esta: el poder está en contra del grupo, y el rechazo de la reciprocidad-como dimensión ontológica de la sociedad- es el rechazo de la sociedad misma.
Tal conclusión, articulada a la premisa de la impotencia del jefe en las sociedades indígenas, puede parecer paradójica; sin embargo, es en ella donde se desanuda el problema inicial: la ausencia de autoridad de los caciques. En efecto, para que un aspecto de la estructura social tenga la posibilidad de ejercer una influencia cualquiera en esa estructura, es necesario, a lo menos, que la relación entre ese sistema particular y el sistema global no sea enteramente negativa. Es a condición de ser- en cierta medida- inmanente al grupo, que podrá desplegarse efectivamente la función política. Ahora, ésta, en las sociedades indígenas, se encuentra excluida del grupo, si bien exclusiva de él: es, pues, en la relación negativa sostenida con el grupo donde se arraiga la impotencia de la función política; el rechazo de ésta al exterior de la sociedad es el medio mismo de reducirla a la impotencia.
Concebir así la relación del poder y de la sociedad en las poblaciones indígenas de América del Sur puede parecer implicar una metafísica finalista, según la cual una voluntad misteriosa usaría medios desviados con el fin de negar al poder político precisamente su calidad de poder. Sin embargo, no se trata de ningún
modo de causas finales; los fenómenos analizados aquí resaltan al campo de la actividad inconsciente mediante la cual el grupo elabora sus modelos: y lo que se intenta descubrir es el modelo estructural de la relación del grupo social con el poder político. Este modelo permite integrar las ideas fundamentales percibidas como contradictorias en un primer abordaje. En esta etapa de análisis, comprendemos que la impotencia del poder se articula directamente con su situación “al margen” con respecto al sistema total; y esta situación resulta de la ruptura que introduce el poder en el ciclo decisivo de los intercambios de las mujeres, de los bienes y de las palabras. Pero develar en esta ruptura la causa del no-poder de la función política no aclara sin embargo su razón de ser profunda. ¿Debemos interpretar la secuencia: ruptura del intercambio-exterioridad- impotencia, como un desvío accidental del proceso constitutivo del poder?
Esto dejaría suponer que el resultado efectivo de la operación (defecto de la autoridad del poder) es sólo contingente en relación a la intención inicial (promoción de la esfera política). Pero entonces será necesario aceptar la idea que este “error” es co -extensivo al modelo mismo y que se repite indefinidamente a través de un área casi continental: ninguna de las culturas que la ocupa se reconocería capaz de darse una auténtica autoridad política. Hay, aquí, subyacente el postulado –totalmente arbitrario- que esas culturas no poseían creatividad: es al mismo tiempo, el retorno al prejuicio de su arcaísmo. No podríamos pues, concebir la separación entre función política y autoridad como el fracaso accidental de un proceso que apuntaba a su síntesis, como el “resbalón” de un sistema que a su pesar es desmentido por un resultado que el grupo es incapaz de corregir.
Recusar la perspectiva del accidente lleva a suponer cierta necesidad inherente al proceso mismo; a buscar a nivel de la intencionalidad sociológica-lugar de elaboración del modelo- la razón última del resultado. Admitir la conformidad de este a la intención que preside su producción, no puede significar otra cosa que la implicación de ese resultado en la intención original: el poder es exactamente lo que esas sociedades han querido que sea. Y como ese poder no está, no es nada, el grupo revela, su rechazo radical a la autoridad, una negación absoluta del poder. ¿Es posible dar cuenta de esta “decisión” de las culturas indígenas? ¿Debemos juzgarla como el fruto irracional de la fantasía, o podemos- por el contrario- postular una racionalidad inmanente a esta “elección”? La radicalidad misma del rechazo, su permanencia y su extensión, sugieren quizás la perspectiva en la cual situarlo. La relación del poder con el intercambio, por ser negativa, no nos ha mostrado menos que es en el nivel más profundo de la estructura social-lugar de la constitución inconsciente de sus dimensiones- donde adviene y se anuda la problemática de ese poder. Para decirlo de otro modo, es la cultura misma, como diferencia mayor de la naturaleza, que se inviste totalmente en el rechazo de ese poder. ¿No es precisamente, en su relación con la naturaleza donde la cultura manifiesta una desmentida de iguales proporciones? Esta identidad en el rechazo nos lleva a descubrir, en esas sociedades, una identificación del poder y de la naturaleza: la cultura es negación del uno y de la otra, no en el sentido en que poder y naturaleza serían dos peligros diferentes, cuya identidad no sería sino esa-negativa- de una relación idéntica con el tercer término, sino más bien en el sentido en que la cultura aprehende el poder como el resurgimiento mismo de la naturaleza.
Todo sucede, en efecto, como si esas sociedades constituyeran su esfera política en función de una intuición que sostuviera lugar de regla: a saber, que el poder es en esencia coercitivo; que la actividad unificadora de la función política se ejercería, no a partir de la estructura de la sociedad y conforme a ella, sino a partir de un más allá incontrolable y contra ella; que el poder en su naturaleza no es sino coartada furtiva de la naturaleza en su poder. Entonces, lejos de ofrecernos la imagen deslucida de una incapacidad para resolver la cuestión del poder político, esas sociedades nos asombran por la sutileza con la cual la han planteado y reglamentado. Tempranamente ellas han presentido que la trascendencia del poder encubre un riesgo mortal para el grupo, que el principio de una autoridad exterior y creadora de su propia legalidad es un desafío de la misma cultura; es la intuición de esa amenaza lo que ha determinado la profundidad de su filosofía política. Pues, descubriendo el gran parentesco del poder y la naturaleza, como doble limitación del universo y de la cultura, las sociedades indígenas han sabido inventar un modo para neutralizar la virulencia de la autoridad política. Escogieron de entre ellas mismas las fundadoras, pero de modo de no dejar aparecer el poder sino como negatividad dominada de inmediato: las instituyen según su esencia (la negación de la cultura), pero justamente para negarles toda potencia efectiva. De modo que la presentación del poder, tal como es, se ofrece a estas sociedades como el medio mismo para anularlo. La misma operación que instaura la esfera política le prohíbe su despliegue: es así como la cultura
utiliza contra el poder la treta misma de la naturaleza; es por eso que se nombra jefe al hombre en el cual viene a estrellarse el intercambio de las mujeres, de las palabras y de los bienes.
En tanto deudor de riqueza y de mensajes, el jefe no traduce otra cosa que su dependencia en relación al grupo, y la obligación en la que se encuentra de manifestar en cada momento la inocencia de su función. Podríamos pensar en efecto, en medir la confianza con la que el grupo acredita a su jefe, que a través de esa libertad vivida por el grupo en relación con el poder se abre paso, subrepticiamente, un control, más profundo por ser menos aparente, del jefe sobre la comunidad. Pues, en ciertas circunstancias, singularmente en períodos de carestía, el grupo se remite totalmente al jefe: cuando amenaza la hambruna, las comunidades del Orinoco se instalan en la casa del jefe, a expensas del cual deciden vivir, hasta días mejores. Asimismo, la banda Nambikwara, cortos de comida después de una dura etapa, espera del jefe, y no de sí misma, que la situación mejore. En este caso, parece que el grupo, no pudiendo prescindir del jefe, depende integralmente de él. Pero esta subordinación no es más que aparente: de hecho enmascara una suerte de chantaje que el grupo ejerce sobre el jefe. Pues, si este último no hace lo que se espera de él, su aldea o su banda simplemente lo abandona para unirse a un líder más fiel a sus deberes. Solamente mediante esta dependencia real es que el jefe puede mantener su status. Esto aparece muy nítidamente en la relación del poder y de la palabra: pues, si el lenguaje es el opuesto mismo de la violencia, la palabra debe interpretarse, más que como privilegio del jefe, como el medio que el grupo se otorga para mantener el poder al exterior de la violencia coercitiva, como la garantía que se repite a diario de que esta amenaza es alejada. La palabra del líder oculta en sí la ambigüedad de estar desviada de la función de comunicación inmanente al lenguaje. Es tan poco necesario que el discurso del jefe sea escuchado que los indígenas no le prestan a menudo ninguna atención. El lenguaje de la autoridad-dicen los Urubu- es un ne eng hantan: un lenguaje duro, que no espera respuesta. Pero esta dureza no compensa para nada la impotencia de la institución política. A la exterioridad del poder responde el aislamiento de su palabra que trae- de ser dicha duramente para no hacerse oír- el testimonio de su dulzura.
La poliginia puede interpretarse del mismo modo: más allá de su aspecto formal de puro y simple don destinado a plantear el poder como ruptura del intercambio, se dibuja una función positiva análoga a la de los bienes y del lenguaje. El jefe, propietario de valores esenciales del grupo, es-por eso mismo- responsable ante él y, por intermedio de las mujeres él es – de cierto modo- prisionero del grupo.
Ese modo de constitución de la esfera política puede comprenderse-pues- como un verdadero mecanismo de defensa de las sociedades indígenas. La cultura afirma la prevalencia de lo que la funda- el intercambio- precisamente encarando en el poder la negación de ese fundamento. Pero además es necesario señalar que esas culturas, privando a los “signos” de su valor de intercambio en el área del poder, arrebatan a las mujeres, a los bienes y a las palabras justamente su función de signos a intercambiar; es así cómo esos elementos son aprehendidos como puros valores, ya que la comunicación deja de ser su horizonte. El estatuto del lenguaje sugiere- con fuerza singular- esta conversión del estado de signo al estado de valor: el discurso del jefe, en su soledad, recuerda la palabra del poeta para quien las palabras son valores más que signos. ¿Qué puede significar pues ese doble proceso de de-significación y de valorización de los elementos del intercambio? Expresa quizás- más allá del apego de la cultura a sus valores- la esperanza o la nostalgia de un tiempo mítico en el cual cada quien accedería a la plenitud de un goce no limitado por la exigencia del intercambio.
Culturas indígenas, culturas inquietas por rehusar un poder que las fascina: la opulencia del jefe es el sueño animado del grupo. Y está bien expresar a la vez la inquietud que conllevan- tanto la cultura como el sueño- de sobrepasarse, que el poder, paradójico en su naturaleza, es venerado en su impotencia: metáfora de la tribu, imago de su mito, he aquí al jefe indio.
(*) Pierre Clastres ( 1962) La Societé contre l’Etat, Les Edicions de Minuit, Paris, 1974, Cap. 2
CITAS BIBLIOGRAFICAS
(1) F. Huxley, “Amables salvajes”
(2) C. Levi-Strauss, “La vida familiar y social de los indios Nambikwara”.
(3) Ibid.
(4) “Libro de bolsillo de los Indios Sudamericanos”, t.V,p. 343.
Traducción del francés realizada por: Marcella Chiarappa C. – Octubre 2003.