Bordeando la Psicosis (Juan Carlos Volnovich)

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 –       Vos, que sos psicoanalista (me dijo León Rozitchner, hace pocos días), decíme: ¿de verdad creés que el psicoanálisis ayuda a la gente que sufre?

 Hablamos, como es natural de la eficacia del análisis, la interminable aporía entre saber y curar, y muchas cosas más.

 –       Si, pienso que el psicoanálisis ayuda a la gente que sufre. ¿Y sabés por qué? Porque soy psicoanalista de niños.

 Claro que a León le importaba menos mi opinión que dejar caer una provocación para ponernos a pensar sobre el compromiso encarnado de nuestra práctica histórica; y a mí, me importaba más responder al desafío que dudar de mis certezas.  No obstante fue esa pregunta la que me llevó a reflexionar sobre David.

El DR. DAVID

 Abro la puerta y frente a mi está David.  Tiene ocho años.  Atrás y más arriba, el papá.  Cada cual con su ataché.  Ceremonia analítica que se repite desde hace más de dos años.

 –       Vuelvo a buscarlo a las cinco – dice el papá con una sonrisa cómplice.  Y se va.

 Me descubro pensando por primera vez: “David se parece al papá”.

 Lo que sigue es el relato de una lucha entre la previsible compulsión repetitiva y lo imprevisible del análisis.

 David entrará al ¿consultorio?, pasará indiferente frente a una caja que contiene infinidad de “recetas médicas”, testimonio del trabajo en sesiones anteriores, abrirá su ataché, sacará sus ¿juguetes?, su guardapolvo de médico, la sábana que extenderá sobre la “camilla”, el tensiómetro, el estetoscopio, el termómetro, la linterna “para mirar las cavidades” y la jeringa deshechable.  También, la lapicera “Parker”, claro, y hojas que doblará para cortarlas en piezas menores son los “recetarios” que pondrá en el escritorio, prolijamente, al lado del sello a presión

 Todo un ritual que se reitera, casi sin modificaciones, desde hace varios meses.

 -¿Vamos a jugar al doctor? – me dice como si yo ignorara la finalidad de tamaño despliegue-.  Primero vos sos el doctor y yo el paciente.  Hoy yo estoy muy enfermo.  Vos me revisás, me tomás la presión (no te olvides de la presión que es muy importante) después vamos al escritorio y me hacés una receta.

 –       ¿Te voy a operar?

–       ¿Me lo decís de verdad o jugando? ¿Me vas a operar de verdad? Con cierta angustia y dudando.

–       ¿Vos querés que te opere?

–       De jugando, si.  De verdad, no.  Si me operan, ¿mi mamá puede entrar al quirófano conmigo? Si no, no me dejo.

–       Las mamás no entran al quirófano.

–       Pero si yo hago mucho lío, si grito y pataleo, si hago un berrinche bárbaro, la van a dejar entrar.  Y si no, no importa.  Después, yo soy el doctor, y vos, el paciente.  Me parece que vas a estar muy enfermo hoy.  De la barriga, de la cabeza y hasta del dedo.  Te voy a tener que sacar una placa.

Hechas las sindicaciones se acuesta en el diván que, con la sábana, parece camilla.  Me pongo el estetoscopio y lo ausculto. (El estetoscopio no es otra cosa que un estetoscopio igual que los demás instrumentos.  Incluido el ataché de cuero).  Se pone el manguito del tensiómetro y oprimo la perilla.  Abre la boca, le miro la garganta con la linterna mientras ensaya un “Aaaah”.  Agito el termómetro y se lo doy.  Lo ubica en su axila y aprieta el brazo contra el cuerpo.  Esperamos en silencio.  Entonces lo saca.  Me lo da y no pierde ni uno solo de mis gestos: yo finjo mirar el nivel del mercurio contra la luz.

 Después, frente a mí en el escritorio, aguarda mi receta.

DAVID TIENE UN CUERPO ¿roto?

PAPASPIRINA

 Le entrego la “receta” que lee casi de corrido, con la cabeza semigirada.

 No puede dejar de maravillarme y vuelvo a pensar en la sensación que tuve al abrir la puerta: “se parece al papá”.

 Me mira de costado.  Con una sonrisa socarrona me hace saber que le encantó lo de “papaspirina”.  Sin darme tiempo:

 -Ahora. Vos sos el paciente y yo el doctor.

 Cuando le toca escribir la “receta” pone:

 VOLNOVICH

DAVISPIRINA

 Y después, oprime el sello con el nombre del padre, sus datos y el número de matrícula profesional.

DAVID, PREPSICOTICO Y RETRASADO

David tenía seis años cuando lo vi por primera vez.  Era un niño atípico.  Apreciaciones estéticas aparte, más que feo era desagradable.  Babeaba, se le escurrían los mocos por el labio y una expresión bizarra se afirmaba en su marcado estrabismo, interno y superior del ojo derecho, casi ciego.  Con el ojo izquierdo ve mejor, pero tiene un escotoma papilar.  Su cuerpo enclenque y desgarbado, sus movimientos torpes, testimoniaban una historia de “enfermizo”.

La mamá de David era una bióloga de reconocida trayectoria y el papá, médico de mucho prestigio.  Me consultaron, entonces, “porque había llegado el momento en que David podía comenzar su análisis”.  Y, “debía ser un analista varón”.  Así los había orientado la psicoanalista que le hizo un psicodiagnóstico cuando tenía tres años y que, desde entonces, mantenía periódicas entrevistas con los padres.  “Como él es prepsicótico, hasta ahora no estaba en condiciones de analizarse”.  Por eso está, desde hace dos años, tratándose con un psicomotricista y, desde el año pasado, con una psicopedagoga que le ha diagnosticado un retraso intelectual.  Retraso que desaconseja su incorporación al colegio.  “Eso de la prepsicosis y el retraso es por todo lo que le pasó”.

“TODO LO QUE LE PASO”

David nació en 1982.  A su prematurez se le agregó la detección, a las pocas horas de nacido, de una estenosis pilórica por la que tuvo que ser intervenido quirúrgicamente.  Simultáneamente, tuvo una complicación respiratoria y durante semanas corrió serios riesgos de morirse.  Fue sometido a innumerables pruebas diagnósticas y cruentos-tratamientos.

Permaneció internado en un servicio de terapia intensiva para neonatos durante casi dos meses.

El relato que los padres hacen de esta experiencia es francamente desgarrador.  Les cuesta recrear el tormento en el que se vieron obligados a permanecer como testigos-  arrancados del cuerpo mortificado de su hijo.  Lo cuentan con mucho dolor.

–       Yo siempre tuve una confianza – dice la madre – una fuerza interior que me hizo saber y creer que David iba a vivir.  Yo nunca claudiqué.  En cambio, vos… – y se dirige al padre como pidiéndole disculpas por la infidencia.

–       Yo, es verdad – continúa el papá llorando y absolutamente desconsolado -, por un momento preferí que se muriera.  Que no sufriera más.

–       Además temíamos cómo iba a quedar.  Ahora, usted verá, David no es igual a los otros chicos.

El papá de David, que es alto y lindo, se siente culpable por haberlo hecho así y por sentirse avergonzado de él y no querer mostrarlo:  “Es muy diferente a mi”.

La mamá lo defiende, le tiene confianza y siente que su misión es la de motor protésico de este chico fallado de origen.

DAVID MECANICO, DAVID MAQUINICO

A los seis años David no juega.  No le interesan los juguetes.  Tampoco se relaciona con chicos de su edad.  Inquieto, agitado, torpe, presa de una actividad caótica y anárquica, es incapaz de saltar desde un escalón.  No tolera estar solo ni un momento y tiene serios problemas para dormir.  Soldado como está – garantizada su existencia en función de la adhesión a la mamá, al papá y escasamente a algún otro adulto de la casa – cualquier amenaza o riesgo de separación lo empuja a un estado incontrolable de angustia y desesperación que supera todo lo imaginable.

No obstante, esta conducta inquieta, dispersa y desordenada coexiste con cierto nivel de “adaptación”.  Una especie de aceptación robótica de algunas reglas de cortesía.  Reeducado, mecánico, su lenguaje fonográfico confunde al interlocutor.  Hay algo en él de mimetismo adultomórfico, cierta impostura que cede ante cualquier experiencia de separación.  Ante el menor amago de tener que soportar la ausencia, David se desborda en ataques de una intensidad insoportable.  Los padres le temen, claro, a estos episodios y han venido aceptando, resignados, sus funciones de cuidadores permanentes de un cuerpo de niño que se crió siempre enfermo.  La mamá no puede ir al baño sin dejar la puerta abierta.  El papá tiene que permanecer al lado de David hasta que se duerma. Jamás salen de noche.  Sólo un adulto de confianza puede reemplazarlos de día.

Curiosamente, esa tiranía de David cede sólo ante las actividades profesionales de los padres.  Siempre que se desarrollen durante el día.  No pueden asistir ni dar conferencias por la noche y sólo turnándose les da “permiso” para asistir a actividades en el extranjero.

LA ESTRELLA DE DAVID

David nació en 1982.  La mamá en 1942.  La mamá de David es polaca.  Judío-polaca.

La mamá de David nació en el campo de concentración de Plaszow.  El comandante del campamento era Goeth.  Goeth tenía un perro, Rolf, que comía judíos.  La mamá de David no se acuerda porque era muy pequeña, pero la abuela sí.

Hablo, entonces, con la abuela de David.

Uno de los peores verdugos del campamento de Plaszow era el S.S. Willy.  Como no conocían su apellido lo llamaban “Ojito”, porque tenía un ojo postizo, de vidrio.  Se decía que lo había perdido en el gueto de Varsovia, durante las luchas, y se vengaba de una manera atroz; azotaba en los ojos.

La celadora de Plazow era la garconne Orlawska.  Una mujer enorme que siempre portaba un látigo trenzado bajo el brazo.  Pegaba a las mujeres hasta que perdían el aliento y se caían.  Entonces, las arrastraba por el suelo.

Al día siguiente del Iom Kipur (el día del perdón) de 1942, la abuela de David escapó llevando en brazos a su hija recién nacida.  Escapó con otras veinte mujeres de los cuarteles a Grzegórzki.  No podían ignorar lo que confirmaron varios años después: esa fuga desembocó en la masacre de sesenta personas, como escarmiento.  El abuelo materno de David murió en el campo de concentración de Guendesdorf, en 1944.

Con su hermana y su hija recién nacida, la abuela de David cruzó a pie la Europa en guerra.  Desde Francia se embarcó hacia la Argentina.

EL REY DAVID

¿Por qué está vivo David? ¿Por qué así, diferente de los otros chicos? Atípico.

Ese David que está vivo ¿es sólo eso? ¿Transacción entre la vida y la muerte? ¿Síntoma? ¿Resultado de una lucha sin cuartel entre función materna, función narcisizante, y una estructura mortífera?.

La madre de la madre de David ¿conservó la vida?, ¿capturó en las trampas del amor con todas las fuerzas de su pulsión de vida, a su hija que capturó a su vez (que conservó, diríamos) a David para perderlo, cuerpo mecánico?

Hay algo de robot en David.  En el cuerpo conservado, está la vida preservada.  Vida rescatada al precio de resignar lo deseante pulsional, lo humano.  Humano que, ya se sabe, no es otra cosa que histórico.  Cultural humano.

Hay, también, algo de humano en David.  Algo maquínico.  Es el niño que desborda, el que se hace oír.  Hace oír su fracaso.  No el que “hace mucho lío, grita y patalea o hace un berrinche bárbaro” para que dejen entrar a la mamá en el quirófano cuando tienen que operarlo de verdad.  Este David ya sabe – precariamente, es cierto – distinguir cuándo es “de jugando” y cuándo “de verdad”.  Ese David, en todo caso, hace oír su falla.  El otro, su fracaso.

¿Qué reivindica, mimético, copión, impostado, David cuando ¿juega? al doctor?

¿Qué denuncia?

La pérdida de identificación con el doble, la imposibilidad del narcisismo primario, la incapacidad de proyectar e identificar en el espejo, o en la sombra, el cuerpo fragmentado o el no-cuerpo ya que nada indica que exista una totalidad segmentada digna de ser aprehendida.  En el doble interdicto está presente la falla en el ser.

No se trata de una herida narcisista recibida en ese tiempo inicial que se eternizó.  Más que herida, ausencia.  Vacío que lo torna vulnerable, que lo expone al avasallante narcisismo materno.  Es el relleno de ese vacío el que lo deja vivo sí, pero “retardado y prepsicótico”.

Cuando juega al doctor, cuando imita al papá, ¿qué pretende? ¿qué otra cosa, sino ceder al padre la posición de sujeto activo y colocarse como objeto del mismo? Jugar al doctor es justamente eso: la estrategia salvadora por la cual David se crea, se construye un doble y después se ubica como doble de su doble.

La construcción del doble se vuelve clave para la vida.  Para conjurar la muerte, el doble enfrenta el sentimiento de aniquilación.  Si pierde al papá, si deja de verlo o deja él de ser el papá, el doctor concreto, entonces, desaparece.  Se evanesce, o, acaso, reaparece con toda la intensidad de sus “ataques”.

–       Vuelvo a buscarlo a las cinco.

La sonrisa cómplice vehiculiza un mensaje: “¿Se acuerda de cuando no quería quedarse solo? ¿Cuándo era imposible despegarlo porque se desparramaba en pedacitos?”.

“David se parece al papá”, es, en este contexto toda una relación.  Marca el tránsito de este niño atípico, babeado y bizarro a ese otro David que surge desde dentro del robot como un niño mirado.  Mirado no como función escópica sino como compromiso pulsional.  Descubierto.

DAVID Y GOLIATH

El nacimiento de David se inscribió en una historia personal y familiar que es, también la nuestra.

Ese cuerpo dañado, ese bebé brutalmente torturado, mortificado para poder vivir, fue el espacio donde se encarnó la historia.

Antes tamaño daño narcisista, semejante omnipotencia.

La reiteración de la muerte asignada, otra vez, por el solo hecho de portar la estrella de David consumó, parecerla, la tragedia y el milagro: hizo presente el desafío a la muerte y esa inquebrantable decisión de conservar, para sí, la vida.  En el campo de concentración.  En la sala de terapia intensiva. (1)

Retener vivo a su hijo se constituyó, así en la propia trampa.  Paradoja, donde para que viva, hay que retenerlo y, si lo retienen, no vive.  O sólo, como prespsicótico retardado.

Retener al hijo vivo, cuerpo robótico, o soltarlo para entregarlo a la muerte, deviene en dilema de hierro.  Porque la mamá de David se casó muy joven.  Tuvo un hijo y se divorció.  Iair tiene ya veintiocho años y es oficial del ejército  Israelí.  Son los otros, los árabes – la muerte dada a los otros- los que garantizan su vida.

Desde los diecisiete años Iair vive en Israel y no fue ajeno a su decisión de emigrar (y a la de sus padres) el clima de violencia antisemita que los años de la dictadura militar impusieron a nuestro país.

Historia encarnada y transformada.  “Es muy distinto de mi”, dice el papá y eso es evidente, sobre todo por el estrabismo.  Pero este David judío, además, no ha sido circuncidado.  “¿Cómo íbamos a pensar en una agresión más a su cuerpo después de todo lo que había tenido que padecer?”.

En el ojo estrábico, casi ciego de David, la historia hace coalescencia, telescopan las imágenes y se hace difícil distinguir momentos, sujetos, personajes, triunfos y castigos.  En el ojo extraviado de David está el ojo de vidrio de Willy.  Testimonio de una rebelión.  Estrago producido por los que no se resignaron a morir.  Ese ojo condensa, entonces, la piedra certera arrojada en el gueto por quienes, desde su debilidad e indefensión, defendieron su vida (piedra que otro David ubicó en el ojo  de Willy-Goliath) con el fracaso del proceso de arrojar la piedra fuera de sí.  Es el fracaso del fort que preserva a Goliath de la piedra a él destinada y es el castigo por haber osado vivir, azotes en los ojos, el que recibe David.

Y el espanto se repite cuando a los cuatro años David tiene que ser operado de los ojos para corregirle su estrabismo.  Aún así la desviación que queda como secuela reclama una nueva operación que los padres se oponen a enfrentar, pero que David está dispuesto a negociar.  Es él mismo quien lo trae en sesiones previas a la consignada en “El Dr. David”.  Quiere hablar de la operación que puede corregirle, definitivamente, el estrabismo.  Ultimo estigma aparente (ya que el ojo sólo tiene visión bulto) de la falla.

¿Es él mismo quien lo trae? ¿Para quién lo trae? ¿Voy a poder “operarlo”? ¿Voy a poder cortar, ayudar a abrir la soldadura para que emerja el espacio lúdico, simbólico, que permita decidir cuándo es “de verdad” y cuándo “de jugando”? ¿Habrá lugar para ese corte, para una “agresión quirúrgica” que inaugure un sistema de separaciones y de diferencias?

–       ¿Te voy a operar?

–       Si me operan, ¿mi mamá puede entrar al quirófano?

–       Las mamás no entran al quirófano.

DAVID: VISTO Y MIRADO

El nacimiento de David.  Esa experiencia de origen, esa masacre, ensañada en el cuerpo indefenso, frágil, vulnerable, legalizó un vínculo de cuidados y atenciones que no le dieron tregua.  Pero esos cuidados, del cuerpo del niño no siempre fueron acompañados por la pasión de verlo, por la pulsión de mirarlo.

Cuando la mamá me recuerda que David es “prepsicótico y retardado” –porque así lo vieron y así lo dijeron la psicoanalista y la psicopedagoga- lo que está diciendo es que él es como las doctoras lo ven.

Discutir aquí la importancia, la valoración del diagnóstico en la clínica, sobrepasa mi intención.  A Ello Jean-Louis Lang, y tantos más le han dedicado eruditos estudios.

Acertado o equivocado, el diagnóstico que los padres reciben tiene un efecto y, mucho más, la decisión estratégica de postergar la iniciación de un tratamiento psicoanalítico hasta que psicomotricistas y psicopedagogos reeduquen al niño y lo “armen” como para que pueda “soportar” el análisis.  Tal medida merecería, al menos varios textos y muchas horas de polémica.

Antes ese diagnóstico – y dejando de lado todos mis conflictos éticos profesionales – me permito dudar, compartir mis dudas con los padres e insinuarles la posibilidad de mirarlo desde otro lado.

No me atrevería a decir que el deseo inconsciente de los padres es que David sea “prepsicótico y retardado”.  Sí, que el niño ve poco, sólo de costado con un ojo y casi nada con el otro.  Pero a él no lo ven mucho mejor.

Lo ven mal y lo muestran menos, porque en el ambiente familiar, con los amigos, “no hay chicos de su edad” y además “todos son genios que lo marginan y lo desprecian”.

Sólo cuando los padres pueden mirarlo mirar con viveza y picardía, cambia su estrella, y David deja ese aspecto oligoide para convertirse en un niño atractivo, cariñoso y ocurrente.

EL ANALISIS DE DAVID

David sorprendió a los padres porque, desde la primera sesión entró solo al consultorio (aunque lógico es dudar sobre si ese lugar era para él un consultorio o si no era otra cosa que un consultorio médico).  Esta conducta los desconcertó y desmintió la afirmación acerca de la absoluta incapacidad de David por despegarse.  Incapacidad en la que se basaba, entre otras cosas, la indicación de postergar la iniciación de su escolaridad.

Durante las primeras sesiones se agita, grita, corre preso de una inquietud y una ansiedad desbordantes.  Es incapaz de organizar el espacio, de armar un juego.  No oye cuando le hablo.

De esta manera David me hizo saber acerca de su incapacidad para contener las experiencias vividas.  Con el despliegue de su excitación y su agitación intentaba organizar una salida defensiva frente a la angustia aniquilante.  El estado de confusión en el que se incluía, disolvía malamente sus sentimientos de indefensión y desdibujaba abandonados de abandonantes, víctimas de victimarios, fantasía de realidad.

En las sesiones posteriores comenzó a organizar el espacio y desplegar algo que no me atrevería a llamar un juego pero que si tenía un sentido.

Descubre puertas y ventanas.  Va al baño.  Al principio deja la puerta abierta y desde allí me habla.  Después cierra la puerta.  Me pide que sea yo el que permanezca en el baño.  Tímidamente al principio y luego con cierta audacia salta.  Salta de la tarima al suelo.  Salta desde el marco de la ventana a la tarima y de ahí al suelo.  Necesita que yo lo vea saltar.

Es verano y la ventana que da al patio, está abierta.  Se instala en el marco de la ventana.  Pasa sesiones enteras ubicado en el borde, en el marco.  Sólo sale de allí cuando la sesión termina.

Observó a un carpintero que estuvo haciendo arreglos en su casa.  Llega a la sesión con una caja de carpintero.  Serrucho, regla, martillo, clavos.  Todo “de verdad”.  En la puerta, al despedirlo, la mamá se encoge de hombros, resignada.

Mientras le interpreto la necesidad de poder estar en un lugar que no sea “dentro” ni tampoco “fuera”; mientras le señalo las ganas que tiene de arreglar ese lugar para él, copiando lo que le vio hacer al carpintero, empieza a serruchar la madera “de verdad”.  Se lo impido y recuerdo para mí aquello de la transferencia donde todo pasa sin que nada pase.

La agitación y el desborde de las primeras sesiones dejan paso a un período en el que intenta construir un espacio propio.  Su esquema corporal.  Esquema corporal tan cambiante como la imagen inconsciente de su propio cuerpo.

En esta etapa resalta el intento de eludir la angustia a través de exagerar la dependencia física respecto del papá.  Necesita la presencia efectiva del papá.  Lo busca en todo momento.  Pide, exige ir al consultorio donde trabaja el papá y allí “se porta bien”.  Se queda inmóvil mirándolo como desde un palco avant-scéne siguiéndolo en todos los detalles.  “Parece encandilado, hipnotizado”, dice la mamá.  Esta es la imagen que nutrirá su ¿juego? En las sesiones.  En realidad no juega al doctor.  Al principio es el doctor.

Está soldado al papá médico.  Está adherido a un nivel de concreción que no deja espacio posible.  Parecería que no hay ni una mínima brecha abierta a la abstracción.

No obstante, antes del año de comenzado el análisis, empezó a ir a la escuela.  Se adaptó bien al régimen y a la disciplina escolar.  Las maestras se quejaban porque sólo escribía si alguien “le estaba encima”.  Podía hacerlo pero, si lo dejaban solo, se interrumpía.  La mirada de la maestra lo cargaba de talento.  Habilidades que se evanescían cuando nadie lo miraba.

Le comuniqué sobre un llamado de la mamá en el que me había hecho saber lo que pasaba en la escuela.  Entonces necesitó demostrarme que podía escribir solo.

Descubre el espacio.  Lo construye.  Se apropia del espacio en viajes hacia ninguna parte.  Sale y entra.  Aparece y desaparece.  Busca mi sorpresa, testimonio de su presencia.  Busca la angustia frente a la ausencia.  Sólo que ahora es angustia soportable.  Se desplaza por todo el departamento.  Intercambia los papeles.  Soy yo quien debe salir y esperar afuera.  Cuando puedo entrar,  me entrega la hoja que escribió en mi ausencia.  Busca mi mirada de asombro.

Me muestra que es capaz de escribir solo, sin que yo lo mire.  Para que yo lo vea.

Separarse y diferenciarse es el logro que permite la escritura.  Escribe, espontáneamente, su nombre y el mío. (Me llama por el apellido, nada fácil para iniciados, y así lo escribe.)  Después, escribe nombre de remedios.  Aprende a leer y a escribir casi exclusivamente a través de nombres de remedios; pernoral, diurético, trifacilina, aspirina.  Escribe “mi mamá me ama” sólo por obligación y a regañadientes.

Escribe rápido y bien.  Escribe palabras que su doble le dicta.  Signos que él duplica hasta el cansancio.  Palabras que le sirven de trampolín para la construcción propia de la lengua escrita.

 Pasaron ya dos años desde que vi a David por primera vez.  Tiempo en el que se abrió un espacio para que su historia pueda ser hablada y escuchada.  Para que su cuerpo pueda ser construido y reconocido.  Tiempo en que la historia, esa historia del campo de concentración, esa nuestra historia del terrorismo de Estado, la de la violencia del poder médico en la sala de terapia intensiva, aquella de Israel en guerra, en definitiva; la historia del otro, de alguna manera, pudo instalarse y ser dicha.

 David puede ahora jugar al papá médico y el papá puede empezar a mirarlo y a mostrarlo.  Cambia entonces.  Y cambia físicamente.  Está lindo.  Ya no babea, no se le escurren los mocos por el labio y fue adquiriendo un aspecto de niño sólido, viril, dulce.  No ha vuelto a enfermarse.  En los dos años que lleva su análisis jamás faltó a una sesión.  “Se parece al papá”.

 Pasaron ya dos años desde que vi a David por primera vez.  Tiempo suficiente como para reflexionar si de verdad yo, que soy psicoanalista, pienso que el psicoanálisis puede ayudar a la gente que sufre.

 No hace mucho, Marie Langer, reflexiva, se colgó del brazo de un psicoanalista amigo y como pensando en voz alta dijo:

 -¿Sabés qué pienso?  Pienso que el psicoanálisis puede hacer muy poco por la gente que sufre.  Pero, sabés, ese “poco” que puede hacer es muchísimo.  ¿No?

(1) La impresionante experiencia de parir en un campo de concentración no es ajena a nuestra historia.  Durante los años de dictadura militar, en la Argentina, mujeres que arrastraban una historia de abortos espontáneos en adecuadas condiciones asistenciales, conservaron sus embarazos y parieron hijos vivos bajo las espantosas condiciones de la reclusión.

(*) Publicado originalmente en Cuadernos de Clínica Infantil Nº15, UAEM, Cuernavaca, 1990.