Se trata ésta de una apuesta difícil. ¿Cómo pensar el fenómeno transgeneracional de los efectos de la violencia política desarrollada en el curso de la Dictadura Militar chilena, en quienes debieron ejecutarla?.
Hasta aquí, no existen referencias bibliográficas que den cuenta de este fenómeno, dado que tradicionalmente los estudios acerca de los efectos de transgeneracionalidad en este ámbito, se han abocado a quienes han sido víctimas de la violencia de Estado y no sujetos activos de ésta.
Ello puede deberse, naturalmente, al deseo de quienes trabajan en el ámbito de los DDHH, a su relación con estos hechos, a sus implicaciones subjetivas y su identificación con las víctimas y no con los victimarios. También puede deberse a la necesidad de la propia comunidad de víctimas de sostener una producción teórica propia como una forma de protegerse frente a la desintegración de su personalidad dado lo masivo de la violencia.
Sin embargo, esta ausencia es evidente también en la producción teórica de las entidades psicoanalíticas, por ejemplo. Bydlowski, Guiton y Milhaud-Bydlowski, (1973) sostienen que el rechazo por estudiar la conducta del torturador es explicable, por una parte, en un nivel superyoico que expresa el deseo que aquello no existiese, y por otra parte, a causa de la posibilidad de despertar en el investigador un cierto placer confuso e inquietante, sin duda, un aspecto temido.
Por lo demás, la tortura constituye una de las áreas de la represión política chilena más tardíamente abordada, tanto en términos teóricos como judiciales. En este contexto, la impunidad jurídica, al sancionar legalmente la imposibilidad de emitir juicio y sanción a estos actos, impide el esclarecimiento de los hechos, su inscripción social, y el saber respecto a la tortura y los torturadores. De este modo, el fenómeno padece una suerte de invisibilidad donde el crimen mismo casi no puede ser mentalizado.
Por otra parte, existen dificultades objetivas para acceder a la experiencia del torturador, para obtener el material clínico que documente las perturbaciones psicológicas que la tortura ejerce sobre el torturador. Y es que, al parecer, la propia experiencia de torturar, en sus detalles más íntimos, resulta incomunicable. Quienes se han decidido a hablar de ello lo han hecho a causa del arrepentimiento y la culpa, o disociada y desafectadamente cuando han sido movidos a ello en el marco de las investigaciones judiciales.
Tal como sabemos, sin embargo, un fenómeno repudiado no desaparece por no ser pensado, antes bien, si no puede ser recuperado e inscrito en la memoria reaparecerá en otro registro. En este contexto, podría haber síntomas de una repetición inconsciente que no podrían ser leídos sino en relación con fenómenos más allá de lo individual o familiar, pues pertenecen a un orden social que fue, en un escenario anterior, su fundamento y origen.
Así, nos enfrentamos a una doble dificultad: no podemos acceder a la experiencia del propio torturador, ni a una producción claramente reconocida y adecuada respecto al fenómeno. Sin embargo, si concebimos a la tortura como un dispositivo del poder represivo, constituido por dos elementos esenciales -torturador y torturado-, y se asume la intencionalidad de daño como una constante, es posible reflexionar en relación con el dispositivo mismo y los respectivos lugares al interior de esta escena fratricida utilizando el saber acumulado hasta aquí.
Elementos para una discusión acerca de la experiencia de ser torturador
En el marco de la relación entre torturador y torturado, el sentido final de la tortura es quebrantar la personalidad del sujeto, y su producto visible será la entrega de información al llegar al punto de rendición del torturado. Podríamos decir, entonces, que los daños producidos dan cuenta de la magnitud de violencia dirigida sobre el torturado, y testimonian acerca de la intencionalidad de daño –con cierta independencia de la variabilidad particular de cada persona torturada. Es decir, más allá si cada torturado presenta todos los tipos de daños descritos, el fenómeno colectivo de estos tipos de daños es prueba que éstos son objetivos de la tortura, y por tanto, el trabajo del torturador consistirá en producirlos.
Marcelo Viñar en un texto de 1978, propone pensar la tortura como una “vivencia de demolición subjetiva”, en donde el derrumbe del ideal y el abismo que crea la ausencia del otro amado y necesario, crea un vacío en que entra el torturador como única presencia posible. Se trata de uno de los posibles desenlaces a la experiencia de la tortura “donde el disturbio de pensamiento producido por el martirio de la tortura desemboca en una producción onírica y alucinatoria de fascinación por el torturador” (Viñar, 1993 c).
“La demolición es la experiencia de derrumbe y de locura –metódica y científicamente inducida- que coloca al individuo frente a su mundo, que fue amado e investido, ahora transformado en un agujero siniestro lleno de vergüenza, humillación, orina, horror, dolor, excrementos, cuerpos y órganos mutilados; el todo inscrito en un espacio vivido como inmensurable y eterno, que tiene las características de la pesadilla y del espacio onírico. Todos los actos de la prisión política están articulados para llevar al sujeto a una situación de desintegración y pérdida de control. Lo que desde siempre ha sido para el sujeto su mundo propio, su universo de catexis objetales, es transformado, por la acción de los torturadores, en algo temido y repudiable” (Viñar, 1993 b).
Ahora bien, si la función del torturador es producir la experiencia de demolición para el torturado ¿de qué manera es que él mismo puede vivenciar esto?. ¿Qué impacto genera el asomarse a la destrucción psíquica del otro? ¿Acaso la defensa es suficiente frente a la masividad de esa experiencia?.
Usualmente, el saber popular sostiene que los torturadores no se verían afectados por su ejercicio, pues si están allí es porque pueden desarrollar ese trabajo. Han sido seleccionados y adiestrados progresivamente para ello. Pero eso no asegura, necesariamente, que soportaran ese impacto en forma continua y sin fisuras. Quizás pudieron resistir durante cierto tiempo, o idearon formas sintomáticas individuales o colectivas para eludir la posibilidad de quebrarse.
Cuando la experiencia de demolición se produjese en el torturado -en cada sujeto torturado de un recinto de detención- sería visible, incluso, para el último funcionario del escalafón de la tortura. Aunque este fuese logro de los oficiales de mayor graduación e inteligencia, los funcionarios menores, podrían quedar también capturados en la admiración de su poder, y podrían acaso sentirse poderosos en la identificación con la maquinaria que logra producir aquello que les fascina y les reporta goce –de humillar, de saciar sus apetencias, de investirse poderosos, etc.
Vale entonces preguntarse de qué enferman los torturadores, cuál será el stress de su ejercicio, cómo retornan a lo cotidiano, y si la defensa que racionaliza al otro como enemigo, anula el impacto de las experiencias del ejercicio de la tortura. ¿Por cuánto tiempo puede operar un torturador y en qué condiciones? ¿Existe una suerte de ‘acostumbramiento’ a ello y por eso no afecta?. Si así fuera, habría de sostenerse en cierta desconexión afectiva que, en sí misma, dejaría una marca en la organización personal, e impondría al hijo el enfrentamiento con un aspecto oscuro del padre.
Por supuesto, la institucionalidad de la tortura habrá de disponer de elementos de control, a fin de impedir la implicación que puedan desarrollar sus funcionarios con determinados prisioneros; pero aún así, no sería posible amordazar por completo la subjetividad, pues no existe maquinaria institucional que pueda controlarla a perpetuidad.
Así pues, ¿cuáles podrían ser esos pequeños momentos de humanidad del torturador en su trabajo?. ¿En qué momento alguna ensoñación lo sorprendió ablandándose, apiadándose de pronto de un detenido en particular, recordando algo o fantaseando?. ¿Se irán a casa pensando en el trabajo del día, en las frustraciones o las tareas pendientes?. En los momentos álgidos del trabajo ¿se sentirán sobreexigidos?. ¿Intentarán sus sueños elaborar las situaciones difíciles del trabajo?.
Es que en el caso del trabajo de un torturador, además de la remuneración en dinero se obtiene un pago particular: el poder que confiere el cargo, la práctica de la omnipotencia, el disfrute pandillesco del grupo… Pero éste es también un trabajo con altos costos, pues se debe enfrentar el miedo -a una posible venganza posterior, a correr la misma suerte si las jefaturas lo disponen-; las alteraciones ‘nerviosas’ producto de los accesos de violencia propios y ajenos que se observan; la vergüenza y el rechazo moral a acciones perversas de las que se ha participado o sido testigo; el desgaste acumulado de una tarea que moviliza tan alta carga afectiva (tensión, violencia, excitación, etc.). Quizás también, los períodos muy intensos, con un alto número de detenciones e interrogatorios si bien son adrenalínicos, habrán de requerir una investidura libidinal que no permita otros intereses más que el propio trabajo.
El ejercicio del torturador
Se ha sostenido que entre los encargados de torturar existen ciertos individuos de personalidad psicopática, con perfil clínico de perversidad y rasgos de impulsividad agresiva, amoralidad, ausencia de angustia, inafectividad, inadaptabilidad, perversiones sexuales y toxicomanías. Sin embargo, la mayoría de los torturadores no poseería antecedentes psicopatológicos previos, y por el contrario, podrían considerarse individuos “normales”, bien adaptados, celosos de la autoridad y obedientes a ella. Corresponden al tipo de Personalidad Autoritaria, y en su caso, para convertirse en torturadores pesan más los factores de aprendizaje que aquellos ligados a la predisposición. Como decíamos, aunque la mayoría de los funcionarios no representan una estructura perversa, acuden a la llamada mesiánica que la institución brinda como soporte ideológico, en función de ciertos rasgos fanáticos de su personalidad Autoritaria.
Naturalmente que la pandilla torturadora se ve reforzada con elementos perversos en su dotación, pero si los perversos fuesen la totalidad de sus miembros, o inclusive su mayoría, el propio objetivo institucional se pondría en riesgo. La llamada institucional es perversa, pero la realización del ejercicio de cada funcionario sólo en parte puede serlo, pues en lo que respecta a la institucionalidad, debe obedecer la jerarquía. El perverso en el grupo hace emerger la transgresión en el resto con las formas cautivantes de que se vale. Pero la lógica jerárquica no acepta transgresiones, más bien, exige el acatamiento ciego. La transgresión está permitida de ejercerse en un espacio determinado: el quebrantamiento y demolición de los prisioneros políticos.
Paradójicamente, sin embargo, es dable suponer que las estructuras perversas tengan mayores posibilidades de salir indemnes de una experiencia de ese tipo; las personalidades autoritarias y peor aún aquellas estructuras neuróticas desprovistas de mayor fundamentación ideológica, por el contrario, resentirán la experiencia masiva de la transgresión y los altos niveles de violencia que exige el ejercicio.
Por lo demás, en aquellos que jugaron un rol en los servicios represivos existen antecedentes diversos que explican, en parte, una trayectoria que actualiza su propia historia transgeneracional al alero del objetivo promovido por la institución. Se hicieron eco de esa llamada perversa, desde las variantes de sus personalidades autoritarias, dejando que en el escenario de la tortura cayera la mascarada de control y adecuación que muestran en sociedad. Como ejemplo de ello, figuran los antecedentes obtenidos por Nancy Guzmán (2000), acerca de dos personalidades destacadas de la DINA, el Teniente Miguel Krassnoff y el Mayor Marcelo Moren Brito, quien fuera conocido por su gran sadismo con los torturados
El Teniente Krassnoff nació en Austria, el 15 de febrero de 1946. Sus padres eran rusos blancos que habían logrado escapar de las purgas y condenas de su país natal, tras la caída del Zar Nicolás II, donde habían sido ejecutados algunos de sus familiares, colgados en la plaza pública. Desde Austria, los Krassnoff Martchenko emigraron a América en busca de la fortuna perdida.
“Dina, premonitorio nombre de la madre de los Krassnoff Martchenko, había inculcado en sus hijos el rechazo a las ideas marxistas y el odio al comunismo, relatándoles los horrores de la Revolución Bolchevique, los sufrimientos familiares y la pérdida de amigos y fortuna” (Guzmán, 2000), además de un profundo rechazo al pueblo judío y los intelectuales revolucionarios. También la madre alentó en su altivo hijo Miguel la afición por las armas y el ingreso al Ejército chileno, que cumplía a sus ojos, con la prestancia de la tradición prusiana.
Respecto a Marcelo Moren, Guzmán expone antecedentes de su historia familiar, conservando la confidencialidad de su fuente, quien lo solicita por temor a represalias. Moren nació en Temuco en 1936, en el seno de una familia acomodada. Su padre gustaba de la buena vida, pero no del trabajo, por lo cual vivía de la fortuna de sus suegros, en el campo familiar. “El padre de Marcelo era muy extraño, amable con los amigos y violento con su familia, con su mujer. La familia del padre de Marcelo era muy rara; incluso sus abuelos paternos, en un fundo que tenían en el Cajón, escondían a un hijo, a un tío de Marcelo, y lo mantenían amarrado a un árbol, porque era loco, así que para salir lo amarraban (…) Yo supe que Marcelo repitió la historia de su padre, él se casó con una chica muy buenamoza de origen italiano. Ella se separó de Marcelo por las golpizas que le daba. Él en ambiente social era simpático como su padre, bueno para las reuniones, pero en su casa era terrible” (Guzmán, 2000).
Con la segunda esposa de Moren, la situación no fue muy distinta. Ella era una joven muy linda, que se ponía nerviosa cada vez que Moren hablaba fuerte, lo que en él era habitual.
“Tiempo después me enteré ingratamente que él era uno de los jefes de Villa Grimaldi. Sabía que en algo andaba, además que su padre era nazi y admirador de ese pensamiento (…) Creo que lo último que supe de él era que se pavoneaba con los grados de capitán porque se los había dado personalmente Pinochet y esto era para él lo máximo. Ese hombre adoraba a Pinochet y creía que era superior, era un fanático” (Guzmán, 2000).
Vivencias del Torturador
Pues bien, para aproximarnos a la experiencia de un sujeto que se niega a aparecer públicamente[1], debemos efectuar cierto rodeo que nos permita acceder al fenómeno. Una posibilidad consiste en valernos de los escasos testimonios publicados, para distinguir en ellos elementos generalizables. Una segunda opción, es la de interrogar el contexto y las funciones desarrolladas por los torturadores, a los fines de inferir a partir de allí, algunos elementos de la subjetividad puesta en juego. De modo que, si no es posible hallar sujetos que en su discurso, puedan dar cuenta de sus actos, a través de la interrogación de estos mismos actos, habremos de hallar referencias a los sujetos que debieron desempeñarlos.
Podremos entonces avanzar, manteniendo una tensión constante entre la lectura institucional y las inferencias acerca de la subjetividad de este tipo de funcionarios, lo que exige la renuncia a cierta imagen arquetípica del torturador que le refleja como incapacitado para sentir culpa, sin percibir sufrimiento por su labor, con alteraciones mentales que lo diferencian del resto de las personas, o que por el contrario, representa una persona “normal”, etc., cuestiones que sólo engrandecen la figura omnipotente del terror e impiden pensar más allá de ésta.
Ahora bien, el ejercicio del torturador implica determinadas condiciones, que con relativa independencia de la estructura de personalidad de cada funcionario, lo enfrentan a situaciones particulares. Se trata, por una parte, de ciertos aspectos institucionales que regulan su ejercicio y lo determinan, y por otra, de aquellos elementos que hemos podido inferir en relación con ciertos efectos y transformaciones que se aprecian, o podrían apreciarse, en el torturador a causa de su ejercicio. Estas condiciones remiten a una forma de organización del trabajo al interior de la institucionalidad -heredera en parte de la lógica militar, jerárquica e incuestionable-al uso de un lenguaje elusivo al referirse a la violencia y la agresión, a la marcada diferenciación de grados y estatus al interior de la organización, etc.; además de ciertos elementos particulares de la institucionalidad que administra la tortura, como el involucramiento, el goce permitido, etc.
Características institucionales posibles de deducir en el análisis de los elementos disponibles
a) La organización del trabajo
Es posible que muchos de los agentes que cumplieron labores en los servicios represivos, no fueran personas comprometidas ideológicamente con los objetivos de la política represiva con anterioridad, sino adoctrinadas para ello en el marco del acontecer al interior de una institución jerárquica, que fomenta la irrestricta obediencia al superior y la disciplina ciega. Inclusive, en el proceso de selección de los torturadores, muchos de quienes no fueron finalmente escogidos, tuvieron quizás conocimiento de las prácticas de tortura, o vieron, o ejecutaron ciertas acciones también, que luego deberían callar. Ignoramos cuál sería el costo moral de ese ejercicio pues este tipo de situaciones no ha sido estudiada.
Por lo demás, cuando referimos a la idea de torturador suele pensarse en una imagen arquetípica de crueldad y sadismo, y se oblitera el fenómeno institucional de un Aparato de tortura en el cual se inscribe la práctica de cada funcionario. Al interior del aparato represivo existen una serie de cargos diferenciados, que discriminan funciones y responsabilidades, pero también, el origen institucional de cada cual, en términos de la rama de las Fuerzas Armadas y de Orden de donde provenga, como también del grado y estatus que posee y podrá alcanzar posteriormente.
Si bien en el escenario de la tortura, todos los agentes hacen parte de la estructura, es muy probable que cuando hallan terminado sus labores allí, las diferencias que puedan apreciarse en las posibilidades de tramitar esa experiencia, remitan a la diferencia de grados y estatus alcanzados. ¿Qué ocurrirá, entonces, cuando aquellos humildes y desclasados soldados o conscriptos que hacían de guardia de detenidos queden como el producto residual del andamiaje represivo?. ¿De qué forma tramitarán su pasado de ‘gloria y poderío’ si la realidad no les devuelve la imagen que añoran de sí mismos y que no pueden expresar públicamente?. ¿Qué ocurrirá con la oficialidad poderosa cuando las condiciones históricas cambien y queden como efecto del desuso?. Su realidad oficial, pública, aquella que es propia de las condiciones económicas y sociales de su rango, les devolvería el reflejo de su poder más allá de su ejercicio profesional secreto, pero cuando los citen en tribunales, la prensa ventile sus nombres, y la institucionalidad militar no los apoye del modo que esperarían, quizás sientan un rechazo del entorno, o inclusive la familia, que desmorone su equilibrio.
Pues bien, más allá de los momentos adrenalínicos del escenario de guerra y persecución, la tortura supone la convocación de ingentes cantidades de afectividad: desprecio sobre el otro, rabia, sadismo, etc. y, al menos aquellos que no puedan ser clasificados dentro de una estructuración psíquica de tipo perverso, para poder torturar a otra persona requerirán de hacer uso de dosis masivas de agresividad.
Luego, en los momentos de rutina, escuchar los gritos, los llantos, ver la transformación humana de los detenidos, los hedores, las suciedades, etc., en fin, el espectáculo de destrucción de un recinto de tortura, requerirá una importante disociación para no afectarse por ello y seguir invistiendo otras actividades del trabajo.
b) La lógica del involucramiento
Ahora bien, al interior del Aparato Represivo, parece operar una particular lógica de involucramiento de todos sus miembros con la tarea a realizar. Principalmente, se trata de actos que refuerzan el sentido grupal y su cohesión; por ejemplo, acciones al margen de la ley, que obligan al silencio. De este modo, se reparte la culpa, a la vez que se distribuyen los ‘beneficios’ del acto prohibido (robo, violencia sexual, etc.) y se refuerzan los sentimientos de amenaza y peligro exterior que cohesionan el grupo en su defensa. Así también lo refería un desertor del ejército uruguayo, cuando señalaba que los superiores buscaban que todos participasen de la tortura, de modo que ninguno pudiese alegar inocencia al respecto, como manera de introducirlos forzadamente en el pacto de silencio; o cuando en las clases de interrogatorio se buscaba en los alumnos la compenetración con la tarea y objetivos de la tortura.
También se aprecia, por cierto, en la lógica progresiva de la formación del torturador: desde lejano observador casual, a protagonista de los hechos, pasando por diversos roles y grados de exposición y participación al interior de la escena de tortura. Probablemente, cada uno de esos grados de cercanía y actividad se corone con diversas experiencias de gratificación: por el goce que reporta la tarea misma, por el reconocimiento de pertenencia y cohesión al interior de la pandilla torturadora, y finalmente, por premiaciones y reconocimientos institucionales al interior de la organización, de la unidad carcelaria u operativa.
c) El control interno de miembros de organismos de seguridad
Según Reszczynski, Rojas y Barceló (1991) al interior de los aparatos represivos, el modo más habitual de ejercer el poder se caracteriza por la autovaloración del grado, la orden categórica e imperativa, el rigor disciplinario y la exigencia hacia el subalterno que, a veces, adquiere la forma del despotismo.
A su vez, el comportamiento básico del subordinado muestra una forma servil y congraciativa, orientada a obtener la aceptación, el otorgamiento de tareas y el reconocimiento del mérito personal. Pero si estos no son obtenidos, “el orgullo herido, la humillación –que obligadamente deben ser encubiertos y controlados- se convierten en despecho, resentimiento, y se siguen habitualmente de actos vengativos en que la descarga de la frustración es encauzada hacia los subalternos y los prisioneros. (Reszczynski, Rojas y Barceló, 1991).
Así ocurre, entonces, que se alienta la práctica de la delación entre los funcionarios, a fin de pesquisar cualquier forma de disidencia, la que es castigada con extrema severidad, utilizando en ocasiones, los mismos métodos que se aplica a los detenidos. Según Hernán Soto (1998), en los servicios de seguridad impera un pacto de silencio y hermetismo, que cuando es roto puede ser castigado con la muerte.
Por esta razón, se mantiene y actualiza continuamente la recopilación de información acerca de los propios funcionarios. Así lo explican los desertores García y Valenzuela quienes revelan la existencia de archivos de inteligencia de todos los miembros y manejo de antecedentes de cada funcionario, inclusive, en sus consultas de salud mental. Todo ello deriva en una completa ficha personal que se considera en la toma de decisiones respecto de la carrera funcionaria o el destino futuro de cada cual. Así lo revela la ex colaboradora de la DINA y la CNI, Luz Arce cuando antes de retirarse definitivamente del servicio, logra recuperar su carpeta de antecedentes personales, «donde encontró hojas de vida, fotos de sus hijos y de cada momento de su vida en los últimos años. En los documentos se describe la Operación Celeste y junto a su renuncia había un oficio con la evaluación respecto de su futuro. Luz Arce leyó que allá se planteaba la posibilidad de matarla en Chile o en el extranjero, alternativa que finalmente se descartó” (Equipo Nizkor, 1997).
Por otra parte, la relación entre funcionarios pares se encuentra teñida con frecuencia por la competitividad, la envidia por el éxito de otro y el goce por su fracaso, siendo frecuentes, la burla y la calumnia. Este tipo de relación es favorecido por los métodos de gratificación y castigo, habituales en el adiestramiento y control, donde el ensalzamiento y el premio, o la denigración y el castigo, se utilizan como instrumentos que fomentan la competitividad, además de crear dependencia hacia el superior y generar un control interno del grupo (Reszczynski, Rojas y Barceló, 1991).
d) La institucionalidad seduce y atemoriza
Podemos afirmar entonces que, la institucionalidad seduce y atemoriza a sus funcionarios, como forma de control de sus miembros. “Adentro todos colaboramos, moros y cristianos” (Soto, 1998), dice el Encapuchado del Estadio Nacional acerca de los servicios represivos, y la frase tiene un halo siniestro, propio de un funcionamiento interno regido por el temor y del estilo autoritario e infantilizador con que parecen operar respecto de sus miembros.
Nibaldo Jiménez, ex agente de la DINA, en su declaración ante el ministro Juan Guzmán, recuerda que “en una oportunidad, cuando llegué a José Domingo Cañas, fui llamado por el señor Moren y me dijo que me iba a enseñar lo que le pasa los traidores. Me dijo que fuera a ver un cuarto abarrotado de detenidos, y entonces él llamó al detenido Teobaldo Tello (ex funcionario de Investigaciones, detenido desaparecido), y él abre su boca y vi que estaba completamente ensangrentada’. Jiménez explica que le costó entender lo que había pasado, pero que luego se dio cuenta ‘que sus dientes habían sido removidos con un alicate por parte del señor Moren” (Castro, 2001a).
Asimismo, Andrés Valenzuela describe cuando, recién llegado a su servicio militar obligatorio, se desempeña como guardia de prisioneros en los subterráneos de la Academia de Guerra de la FACH. La primera ocasión que visita las dependencias, observa entre los detenidos a algunos miembros con uniforme de la Fuerza Área, entre los que identifica a un capitán, cuestión que lo impacta. “Uno viene de un regimiento donde tiene que saludar a medio mundo. Todavía recuerdo que se rieron cuando le pregunté al oficial cómo me dirigía a Ferrada; si le decía capitán. El oficial me dijo: “No, h…son prisioneros!” (Soto, 1998).
Para los sectores más bajos del escalafón de la maquinaria de la tortura, el ver caídos a los otrora reconocidos jefes, puede implicar un cierto goce. Por cierto, observar que se castigue también a miembros de las Fuerzas Armadas y de Orden puede operar como una señal de riesgo, pero dado que ellos se encuentran en las últimas posiciones de la jerarquía militar, la identificación con aquellos no parece tan probable ni inmediata. Dado que deben obedecer con prontitud las órdenes impartidas por la nueva estructura de mando y realizar ciertas acciones por las cuales son felicitados e incorporados, es posible que se identifiquen por esta vía a aquellos que han hecho caer a los antiguos jerarcas, y se experimenten parte de una estructura poderosa frente a la cual todo otro poder deba subyugarse. (Al ex miembro de los servicios de inteligencia de la FACH, Andrés Valenzuela, se le pregunta si se ha sentido por sobre la ley “Siempre pensé que estaba por sobre la ley, no bajo ella. Se sentía muy poderoso, pregunta la periodista. Yo no. Pero a veces sí, tiene razón, poderoso, no yo como persona, el sistema lo encontraba poderoso”).
Quizás de allí la ‘algarabía’ con la que se comportan los funcionarios cuando están identificados a la institución (cumplen y gozan de ello), como si se tratase de una identidad a préstamo. Los funcionarios que provienen de los sectores más bajos del escalafón militar, y que carecen en gran medida de mayores recursos socioculturales, aparecen por la vía de este ejercicio, identificados a una institución que se pretende infinitamente poderosa, pues no parece supeditarse a ley alguna, y donde ellos mismos, los últimos, cuentan con un poder inusitado. Así lo señalaba “La Flaca Alejandra” (ex detenida) cuando comentaba que en ausencia de oficiales de la DINA, los guardias ostentaban un poder absoluto (Merino, 1993).
La institución trabaja con el temor hacia afuera y hacia adentro, ya que los propios funcionarios no están exentos de ser objeto de torturas; en los inicios de la dictadura militar lo han visto aplicar en algunos ex compañeros y superiores e incluso, ha sido utilizada como medio de control jerárquico e instrumento de castigo dispuesto por las jefaturas.
Pero junto a ello, existe cierta seducción institucional que explica quizás, porqué los funcionarios se mantienen allí pese a las formas violentas y amedrentadoras que rigen al interior de esos organismos. La institución provee a sus miembros de un modo que ninguna otra podría hacerlo, actúa como un poder corrupto, a veces dadivoso y permisivo -por ejemplo, con la autorización a los saqueos a las propiedades y bienes de los detenidos-, pero que puede también castigar duramente.
Una de las formas que la seducción institucional adquiere es la de la permisividad y fomento hacia el goce perverso que las prácticas de tortura reportan a los encargados de administrarlas. Naturalmente, en un plano íntimo, la tortura supone para el torturador un cierto goce; pero la realización de este ejercicio presenta además una resonancia perversa, que aumenta con creces el monto de satisfacción. Así por ejemplo, en el caso de una violación colectiva, el placer no estará dado tan sólo por disponer para su goce sexual de un objeto en que aplacar el ansia y obtener la meta pulsional del orgasmo. El componente sádico del proceso, es decir, disponer de otro a su arbitrio, le aporta un contenido de placer adicional. Se trata del disponer de otro no ya para un acto sexual tradicional sino para sentirse poderoso y ejercer acciones de connotación sexual, cuya meta se orienta al martirio del otro, a través de esas actividades sexuales. El goce es sexual, pero se ha unido a un goce sádico que no experimenta límites sociales. Ése es también un contenido de placer: sentir que no se está sujeto a límites, que la transgresión puede ejercerse y es permitida por su institución. Asimismo, actos de resonancia perversa que amplificarán el placer del ejercicio serán, además de violar, por ejemplo, la voluptuosidad de hacerlo en grupo, de observar como un compañero lo hace, de ser visto por otros, de sentir que los actos tradicionalmente prohibidos pueden ejercerse a voluntad, amparados en la lógica institucional de castigar al otro.
En función del objetivo que la institución reconoce como primordial –quebrar al torturado-, todo resulta válido, por lo tanto el funcionario puede expresar fantasías y tendencias que de lo contrario serían inconfesables, y probablemente provocarían en él graves conflictos, es el caso de actividades de carácter sádico, homosexuales y pedófilas.
Según la opinión de Nancy Guzmán (2000), sobre la base de la personalidad enferma -pero adaptada- de los torturadores, opera el estímulo de una organización criminal que recompensa por actuar con crueldad y exacerba aspectos psicopáticos como un modo de sobrevivir y destacarse. A un torturador como Osvaldo Romo, por ejemplo, “le gustaba complacer a sus jefes y ellos sabían que esa complacencia tenía el objetivo de obtener reconocimiento. Para estimular esa situación perversa, sus jefes le otorgaban la posibilidad de convertir en realidad algunos placeres, dejando que manifestara libremente sus desviaciones” (Guzmán, 2000).
Se trataría entonces, de un goce monstruoso para los funcionarios, que halló expresión en una demanda institucional pero fue encarnado individualmente, ejercido por sujetos particulares sobre la base de sus tendencias y deseos particulares. La propuesta institucional se sostiene en una lógica ambivalente de poderío y temor, pero también de seducción y permisividad… sin duda, una lógica propiamente perversa, que involucra y mantiene a los sujetos en un ejercicio del que después no podrá hablarse, no sólo por lealtad sino también porque existirán motivos individuales para intentar olvidar[2]…
e) Lo prohibido de la tortura.
Al parecer, entonces, la tortura opera como un fenómeno de enajenación grupal que da licencia a lo prohibido, permitiendo la omnipotencia y la capacidad de experimentar la ausencia de límites y de costos, y donde los sujetos se hallan, transitoriamente, amparados en el anonimato de la masa. Sosteníamos que probablemente fuera eso lo que da consistencia a la lealtad y silencio de los miembros de esa asociación, pues gozaron impunemente en su calidad de miembros del grupo. Acaso, la ferocidad de los actos cometidos ¿podrá ser sentida como vergüenza posteriormente?
De algún modo, esto recuerda la descripción que hiciera Freud respecto al funcionamiento de la Horda primitiva, pues en este caso, los torturadores encarnaron una pandilla que como la horda en su acuerdo para matar, transgrede el antiguo orden, pero a diferencia de los hermanos asesinos, después de ocurrido el crimen no configura la privación y la reivindicación del muerto en la ley totémica. Y es que a partir de los hechos de tortura, esta práctica no ha podido inscribirse en Chile como un delito prohibido. Gozó la horda, se diría, pero posteriormente no acepta someterse a la privación.
En la horda la articulación de la ley, como instancia reguladora de la prohibición, es también la garantía de continuar con vida y obtener, cada cual, parte de lo anhelado al padre. Es en la comunidad fraterna que pueden asesinarlo, y en la fraternidad de la privación que todos pueden continuar viviendo después, es decir, pueden hacerlo porque todos renuncian a encarnar el lugar del padre, objeto de rivalidad y de nuevos ataques. La autorregulación del grupo es entonces su garantía de existencia.
De este modo, la agrupación constituida por los compañeros de tortura, no logra configurar ley alguna pues no teme el castigo y el único tabú que quizás constituya sea el tabú del silencio en torno a los hechos compartidos. Desde ya que un tabú público, pues ninguno de los antiguos funcionarios está dispuesto a reconocer socialmente que ha torturado; sin embargo, ignoramos cuáles son los códigos colectivos de los ex torturadores, y si es que al interior de esa grupalidad, el tabú del silencio opere como tal.
Efectos de este ejercicio en los funcionarios
Si el ejercicio profesional, esto es, el trabajo reconocido socialmente -aquel por el cual una persona recibe su sueldo y la imagen de su valía- permite a un sujeto sentirse fuera de la ley, o encarnarla incluso en el pequeño reducto de un centro de reclusión clandestina, ¿cómo se ve afectada su capacidad de autocontrol? ¿De qué manera podrá controlar su impulsividad si en la relación con otro ser humano tiene la ilusión, confirmada institucionalmente, de no hallarse sometido a ley alguna?.
Probablemente, no existan alteraciones en el marco de las relaciones con los superiores, dado que éste es el orden imperante en una institución profundamente jerárquica como la militar. Sin embargo, en las relaciones con aquellos que representan posiciones inferiores en el escalafón, o sus propios detenidos por ejemplo, el grado de control de impulsos puede llegar a ser mínimo.
Así lo describen Reszczynski, Rojas y Barceló (1991) en relación con un conocido torturador de alto grado que muestra mística, vanidad y obcecación en su tarea. Al torturar lo hace despiadadamente, es conciente del daño que genera, pero se muestra inconmovible pues lo juzga un medio necesario para el logro de sus objetivos. “Si se siente satisfecho por las respuestas obtenidas o el éxito de sus operativos, se vanagloria, destaca su superioridad y reafirma la convicción de eficacia de sus métodos. Si no logra resultados se muestra impaciente, irritado, exige violenta e imperiosamente el cumplimiento de su requerimiento, torturando destructivamente al detenido, por venganza, sin buscar ya la información”.
En una primera fase, hasta julio o agosto de 1974, trabaja sin interrupción 12 ó 14 horas diarias, destacando por su flexibilidad y adecuación a cada detenido, su habilidad para priorizar y su actuar directo y abierto, motivado por convicciones ideológicas y no por la satisfacción de deseos personales primarios. ”Luego, con posterioridad a septiembre de 1974, si bien mantiene sus métodos de trabajo, su estilo de interrogar y torturar se torna explosivo, con estallidos de agresividad, en los que el rostro desencajado, y la mirada extraviada anuncian accesos descontrolados en que agrede en persona al detenido, a patadas y golpes de puño, con lenguaje grosero e inconexo, revelando impotencia e incapacidad de autocontrol. Después de la crisis, sin embargo, no logra recuperar del todo su seguridad, como si no pudiera aceptar que prisioneros y subordinados hayan sido testigos de su deterioro”.
En su investigación, Nancy Guzmán (2000) considera el testimonio de Marcia Merino quien narró una de las actuaciones de Miguel Krassnoff respecto de una detenida en Villa Grimaldi. Ella “estaba herida a bala y sangraba, pero igual la torturaron y fue el propio Krassnoff quien se encargó de hacerlo. Lo que más me impactó fue que Krassnoff salió de la sala de torturas con las manos ensangrentadas gritando ‘además de marxista la conchesumadre es judía. Hay que matarla’. Esto lo decía con la cara desencajada, además, él jamás decía garabatos y esa vez estaba tan enojado que gritaba. Daba la impresión que le molestaba más el origen judío de Diana que el que fuera marxista”.
También Andrés Valenzuela (ex agente de la FACH) referirá que muchos de sus compañeros de labores se ven ‘dominados por la violencia’ a causa del trabajo que deben desempeñar. Según Nancy Guzmán (200) “en el proceso de torturar o presenciar torturas, el represor acumula tensiones que no puede descargar contra sus superiores o su organización. Estas tensiones las descarga contra quienes son más débiles que él, los prisioneros y, muchas veces, su propia familia. En la medida que esas acciones violentas no son castigadas sino premiadas, se desarrolla un sentimiento de omnipotencia, sienten que tienen poder para hacer lo que se les antoje”.
En ese sentido, es pertinente plantearse qué ocurrirá con los montos de excitación producidos en curso del trabajo que no encuentran expresión personal o socialmente aceptable. El funcionario torturador puede salir del espacio laboral desgastado, sin energía; o por el contrario, altamente excitado, deseoso de mayores estímulos u objetos en que aplacar los grados crecientes de excitación (de corte sexual o agresiva). ¿Cómo habrán de tramitarlo?. ¿Cómo darán curso, por ejemplo, a la necesidad progresiva de mayor estimulación?
Curiosamente, los agentes que han desertado y de quienes disponemos de testimonio, traducen la idea de un despojo libidinal a causa del trabajo, ellos no quieren llegar a casa, no quieren salir ni ver amigos, se alejan afectivamente de sus seres queridos y progresivamente pierden interés en áreas ajenas al trabajo y al mundo familiar. Quizás esa particular resolución de la experiencia de tortura, el correlato económico de merma libidinal de esa experiencia, los impulse a intentar acabar con la filiación institucional por la vía de la deserción, y con el peso moral por la vía de ofrecer públicamente antecedentes secretos del aparato represivo.
Si la resolución económica fuese la contraria, es decir, la de una creciente excitación a causa del trabajo, probablemente la posibilidad de advertir los cambios en sí mismos sea menor, y menor la posibilidad de solicitar ayuda frente a esa experiencia, y es probable que la búsqueda de estímulos en que descargar la excitación provoque aislamiento y temor en su entorno.
Marianne Juhler (s.f) señala que en el acto de la tortura se realiza la violación de ciertos tabúes culturales como un modo de sumir a la víctima en la vergüenza. Sin embargo, aquel tabú que se hace enfrentar a la víctima de la tortura, opera en esta condición también para el torturador. En uno es la humillación, y en el otro representa un placer perverso, voyerista, de ver realizado aquello que el tabú prohíbe. Y, en la medida que el tabú sigue rigiendo socialmente, la evidencia privada de haberlo transgredido lo resquebraja como tal.
Como se sabe, el trabajo constituye el ámbito sublimatorio por excelencia puesto que en función de un objetivo que percibe como un bien social, el sujeto es capaz de resignar cierta realización pulsional poniéndola al servicio de este ejercicio. Pero en el caso del torturador, es en esa realización que se ve llevado a la exigencia de transgresión. El sujeto se halla en posición de transgredir el tabú a petición de la institucionalidad a que pertenece –y no sólo como perversión privada.
Pues bien, si pensamos que el tabú tiene un valor fundante para la civilización, la actuación de las tendencias que éste ayuda a mantener reprimidas cuestiona el modo en que el sujeto se sitúa respecto del tabú mismo, la transgresión y lo social. Porque además, la transgresión se realiza en el secreto grupal, de un espacio institucional específico. Pero puede ocurrir que el efecto estimulante de la práctica de la transgresión, capture a algunos funcionarios reblandeciendo los límites donde ésta es permitida.
Un ejemplo de ello es un relato ofrecido ante la Comisión Nacional sobre Prisión Política y tortura: una mujer es torturada y se le obliga a mantener relaciones sexuales con su padre y su hermano, también detenidos (Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y tortura, 2004). En la algarabía sádica de los torturadores, algo se pone en peligro, sin embargo. La prohibición del tabú que ellos transgreden, también sustenta su propia estructuración edípica y la relación en que se sitúan respecto de sus hijos y sus padres. A partir de allí, entonces, algo corre el riesgo de desequilibrarse.
Por lo demás, la tortura entraña una cierta dimensión ominosa que, desde luego afecta al torturado y a aquellos que moralmente la condenan; sin embargo, la práctica de la tortura puede implicar un fenómeno ominoso también para el torturador.
Como se sabe, la devaluación del otro es condición del acto de tortura, es decir, se puede torturar en la medida que se desconoce la humanidad del otro. Pero sí el torturador no lograra desconocer la humanidad del detenido, la tortura le resultaría imposible o al menos, no supondría un ejercicio sin costos psíquicos.
Aquel mecanismo que desconoce la humanidad del otro puede ofrecer fallas, y en ese caso la emergencia del rasgo del semejante en el otro, torturado, cuestiona la eficiencia disociativa del ejercicio del torturador. En este sentido, Thierry Iplicjian recuerda el caso de Scilingo, el capitán argentino responsable de haber arrojado al menos a 40 personas desde un avión, y quien fuera amnistiado sin juicio. En un punto del relato el capitán Scilingo recuerda que en un vuelo una de las víctimas trató de llevarse al victimario con él a la muerte. “En ese gesto desesperado, Scilingo logra una chispa de identificación con el otro; en sus sueños, mejor dicho, en sus pesadillas, el que cae es él. Es decir, él es el otro. Es allí donde algunas briznas de la inmensidad de su crimen recobran cierta densidad. Por mas que trate de asfixiar estas imágenes entre pastillas y alcohol, las imágenes vuelven una y otra vez. Aquí tienen el revés de la moneda en materia de exculpación: por mas que Scilingo trate de confrontar su acto, y toda ética implica este movimiento, Scilingo está destinado a caer una y otra vez” (Iplicjian, 1997). Esta impedido de realizar este movimiento ético por las mismas leyes que le aseguran impunidad
Por ende, el torturador podría quebrarse ante cierto detenido, a pesar de haber torturado fríamente a muchos antes, y ello porque puede sentir a ese otro como un semejante, al cual puede entonces identificarse. Ahora bien, aquel rasgo que le permita identificar a otro como un semejante a sí mismo, será particular para cada cual; en algunos casos podrá reconocer a una detenida como similar a una madre o una hija, o a un prisionero como miembro de un colectivo de pertenencia particular, o simplemente encontrar entre los torturados a una persona conocida de otras circunstancias.
Podrá torturar a enemigos de guerra, pero no podrá quizás golpear o violar, o asistir presencialmente a estos actos, a una persona que se aleje de los cánones que lo definen como enemigo. Eso podría resultarle ominoso, y en consecuencia, paralizante; pero como no podría quejarse, comentarlo, o negarse a ejecutar esos actos, debería silenciar una experiencia que entonces no sería integrada de acuerdo al ideal del yo del sujeto, a aquel que es definido desde su historia subjetiva y desde los mandatos institucionales a los que adhiere.
Un ejemplo dramático de lo expuesto, aparece en el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (2004), en el que consta el testimonio de una mujer, detenida en septiembre de 1973, siendo en ese entonces menor de edad.
“Me condujeron a una sala, al entrar sentí mucho olor a sangre […] escuchaba individuos que hablaban bajo, uno de ellos me desató las manos y me ordenó que me desnudara, les dije que por favor no lo hicieran, pero luego en forma violenta me desvistieron, dejándome sólo la capucha puesta, me pusieron en una especie de camilla amarrada de manos y pies con las piernas abiertas, sentí una luz muy potente que casi me quemaba la piel.
Escuché que estos individuos se reían, luego un hombre comenzó a darme pequeños golpes con su pene sobre mi cuerpo, me preguntó de que porte me gustaba, otro hombre escribía cosas sobre mi cuerpo con un lápiz de pasta. Luego vino el interrogatorio […] enseguida ordenó que me pusieran corriente en los senos, vagina y rodillas […], cuando casi estaba inconsciente me levantaron la capucha hasta la nariz, me pusieron un vaso en la boca haciéndome ingerir un líquido, no supe qué pasó conmigo hasta el día siguiente que me devolvieron al campo de prisioneros. En el campo fui recibida por el suboficial […] el que al verme comentó que si se diera vuelta la tortilla no querría que esto le pasara a su hija, le pregunté qué me había pasado, pero enseguida llamó a las enfermeras militares […] sentía dolor en la vagina y en todo mi cuerpo […] estaba muy deteriorada sin poder defecar […].”
El suboficial que la recibe puede hacer el ejercicio de identificar en esta ‘prisionera política’, un rasgo que la haga semejante a sí mismo: ella podría ser como su hija, su propia hija podía ser víctima de un acto que evidentemente condena. Allí se quiebra la lógica de deshumanización del enemigo.
Algo muy similar ocurre en el caso de un desertor del Ejército uruguayo, el Teniente Julio César Cooper quien cometa que “los mandos nos instruían constantemente de tener en cuenta la necesidad y el peligro de ataque por grupos revolucionarios. De ahí el concepto de urgencia en todas las confesiones. Pero posteriormente la idea fue perdiendo su vigencia, convirtiéndose en la aplicación de la tortura por el simple hecho de su aplicación, como una rutina, e incluso como una venganza contra el detenido” (Amnistía Internacional, 1984). En una ocasión, entre los detenidos a quienes debe torturar reconoce a un antiguo amigo. “Lo reconocí inmediatamente pese a estar encapuchado –éramos oriundos de la misma ciudad y teníamos amistad desde nuestra infancia. Tenía una característica física muy particular, una pierna deforme como resultado de poliomelitis contraída en la infancia, pero además tenía la versión de que había sido detenido y se encontraba en dicho regimiento. Se le iba someter al submarino, aunque mostraba señas de los malos tratos a que ya había sido objeto, y permanecía en el suelo donde lo habían dejado. En el momento en que se me da la orden de intervenir, manifiesto a mis superiores, mi decisión de no intervenir más en la tortura. Este hecho motivó mi arresto y posterior pase a la justicia militar” (Amnistía Internacional, 1984).
Algo similar relata Andrés Valenzuela con relación a uno de los detenidos que tiene a su cargo, con el cual conversa, llegando a admirarlo. Frente a las torturas a que es sometido este detenido, confiesa quebrarse “a su lado, al ver cómo le daban” (Soto, 1998).
Así cómo en estos casos, ¿cuántas historias de hombres y mujeres, de guardias y de detenidos, quedarán en la memoria de los ex funcionarios de la tortura?.
Por otra parte, algunos ex torturadores describen los costos familiares de este ejercicio, por ejemplo, en no querer compartir con otros, evitar exponerse a espacios de convivencia social, no querer llegar a la casa. O bien, permanecer allí, ensimismado, y pretender no apegarse afectivamente a los suyos como un modo de evitar que pudieran sufrir, posteriormente, su pérdida.
Un testimonio de interés en esta línea, es el constituido por la escritora y ex agente de la DINA, Mariana Callejas. En su libro autobiográfico, Callejas da cuenta de su matrimonio con Michael Townley y los cambios que ella advierte en él, a partir de su paso por la DINA. Reflexionando respecto de su participación y la de Townley en la DINA, considera que los costos de esa experiencia superan largamente las posibles ganancias, pues ella misma ha sido objeto de persecución por parte de este organismo.
Es interesante entonces, considerar la percepción de los costos de la función de torturador, no sólo para éste sino para quienes lo rodean y se ven directamente afectados por ello. Particular interés reviste el modo en que las esposas de los distintos agentes de los organismos de seguridad pudieron o no, relacionarse con el trabajo de sus maridos y los costos que observaron en estos y percibieron en la relación familiar y de pareja a causa de ello. ¿Cuál será el modo de participación de las esposas en las tareas y misiones de un funcionario? ¿Acaso colaboradora como Mariana Callejas, o exigente con el dinero, o temerosa de provocar al marido, volcada hacia los hijos como para defenderlos del padre y aislarse de éste?.
Por lo demás, existen costos asociados a las particularidades del ejercicio que denotan cierta carga traumática, según el análisis desarrollado por el psiquiatra Eduardo Pérez. Se trata del carácter traumático que tienen ciertas vivencias propias del trabajo como torturador, que por lo general, pretenden ser negadas. Entre éstas se cuentan, naturalmente, la observación sostenida del sufrimiento infligido a los detenidos, con algunos de los cuales, al parecer, es posible en ocasiones sostener ciertos lazos de simpatía y preocupación, tal como lo revelan Valenzuela y García en sus relatos.
Pero además de la violencia dirigida al “enemigo” del régimen, existe una violencia observada en el contexto de las relaciones de jerarquía, que en algunos casos alcanza a los propios funcionarios; en este sentido, la violencia dirigida hacia un sujeto o alguno de sus compañeros, posiblemente tiene un alto costo anímico y afectivo, máxime cuando no puede ser denunciada, ni existe amparo ante su posible represalia.
El ser testigos de las magnitudes de violencia desplegadas al interior del aparato torturador, y en el curso de su propio ejercicio, para algunos de ellos pueden tornarse intolerables, desatando posteriores conflictos morales, que se experimenten como ‘tensión’, ‘nerviosismo’, y se advierten en los cambios que observan en ellos mismos: los “valores perdidos” según Valenzuela, una cierta frialdad afectiva con los seres queridos, y cierta necesidad de violencia que vislumbran en otros compañeros que en algún momento sintieron cercanos.
A ello se suma, además, el no poder referir públicamente el trabajo desarrollado, el sentir que éste puede ser censurado, la posibilidad del rechazo público si se supiera, y en algunos casos el temor a la posibilidad de enfrentar un encarcelamiento o juicio posterior. En este sentido, el conocimiento público del pasado como agente de un organismo de seguridad de un individuo cualquiera, determina un costo de gran envergadura, por cuanto le exige perentoriamente asumir para sí y los demás, un aspecto silenciado de su historia, al tiempo que lo expone al rechazo del medio, y a la pérdida de prestigio, redes sociales, posibilidades laborales, etc., quedando como representante del horror que se individualiza en su persona.
Es así como en el caso de los agentes desertores que hemos reseñado, destaca el hecho que declaran movidos por el arrepentimiento, como evidencia del costo moral, los remordimientos y los sentimientos de culpa que han arrastrado en virtud de la labor desempeñada. No es improbable que otros ex agentes experimenten algo similar, aún cuando no se hayan decidido a hablar de ello.
Respecto a la posible herencia Transgeneracional del ejercicio de la Tortura
Si bien aún no podemos responder una serie de cuestiones esenciales, es bueno definir ciertas interrogantes que operen como horizonte de esa búsqueda. En ese sentido, es vital plantearse cuáles pueden ser los efectos en la familia del ejercicio paterno, o si el ejercicio altera en algo un vínculo afectivo como la relación de pareja o de crianza. Asimismo, habrá que precisar qué efectos conlleva el escenario de impunidad hacia estos crímenes, y en qué medida ello favorece la condición patologizante del secreto y la renegación.
Acerca de la posibilidad de experimentar la culpa
Ahora bien, probablemente, en muchos casos de torturadores, no se trate de personas que pudieran mostrar arrepentimiento, pues estarían firmemente convencidos de su labor desde el ámbito ideológico, y aún cuando esta tarea les haya permitido la expresión de su sadismo, es probable que no se hallen en condiciones de reconocerlo.
No obstante, desde nuestra lectura de la transgeneracionalidad basado en los planteamientos de S. Tisseron y C. Nachin, no es el carácter del padre, el que genera los efectos de transmisión inconciente que proponemos. Es el carácter de experiencia encriptada del padre -por ejemplo, a causa de un secreto vergonzoso-, lo que alienta un efecto fantasma en el hijo que pretende ir en su ayuda psíquica. El secreto y la verdad negada generan efecto en el hijo, no tanto por el contenido del secreto como por el hecho que imponen al hijo la tarea de tramitar el enigma que su padre está impedido de resolver.
No se trata por cierto de sostener una lectura mecanicista respecto de la transmisión transgeneracional, ya que un determinado suceso encriptado no determina en sus descendientes la generación de ciertas imágenes o síntomas; aunque los predispone a la intención de tramitar el duelo no elaborado de un antepasado.
Pues bien, la experiencia de ser torturador, y cada una de las torturas en que el sujeto ha participado o ha tenido conocimiento, deberán ser incorporadas dentro de una historia posible de ser asumida ante los otros, no reñida con su ideal del yo. Pero, ¿cómo pueden elaborarse ese tipo de sucesos de violencia sobre otros?. Probablemente el sujeto se valga de los fundamentos ideológicos donados por la institución (estar en situación de guerra, enfrentar un enemigo peligroso, necesidad de aniquilarlo, etc.). Sin embargo, ya Pérez (1990) refiere los problemas morales que enfrentaban algunos de los ex agentes torturadores cuando experimentaban la imposibilidad de conciliar los valores en que fueron educados y a los que adscribían y los sucesos de tortura en que tomaron parte.
El encriptamiento de la experiencia de la tortura
La cuestión central reside en cómo elaborar e integrar una experiencia social no aceptada moral o socialmente, pues en cualquier condición ideológica, la práctica de la tortura para un sujeto, el protagonismo que se ha tenido allí, será cuando menos objeto de omisión de un padre hacia sus hijos en la interacción cotidiana–salvo que se trate de una estructura de personalidad francamente psicopática.
Como un grado mayor de la ocultación será la renegación de lo realizado, tal como ocurre en el ámbito de la defensa judicial cuando alguno de los ex agentes ha sido llevado a tribunales, donde consistentemente los procesados niegan pertenecer a la DINA, o en caso de verse forzados a admitirlo, no reconocen su participación en torturas y señalan haberse desempeñado como meros ‘analistas’ de información.
En ese sentido, será una condición inherente al oficio de torturador la imposibilidad de incorporar este aspecto de la vida de un individuo al discurrir de la existencia compartida con otros. Necesariamente implicará mayores o menores grados de disociación. Aún cuando este trabajo se racionalice y pretenda ser asumido públicamente existirá una cierta dimensión ominosa que, muy probablemente, no podrá ser dicha ni escuchada.
Naturalmente allí se considera no sólo el que un padre no relate a su familia las condiciones cotidianas de su trabajo, sino fundamentalmente el que no pueda hacerlo a causa que el ejercicio de violencia se inscribe como repudiable socialmente. Ocurre así también con este ejercicio en el discurso de las instituciones, donde torturar es visto como un mal necesario para alcanzar fines sociales deseables, de allí su condición de clandestino. En el discurso público, sin embargo, se sostiene la condena moral de ese ejercicio, y el empeño constante en mantenerse en el no-saber acerca de éste. Por ello, cuando retazos de verdad de la tortura se filtran en el clima general de negación, resultan desacreditados.
Esta misma contradicción, quizás, se vea intensificada al interior de la estructura familiar, y de este modo el trabajo del torturador sea amparado en el pacto renegatorio del silencio, pero si se supiese de éste, probablemente, se condenaría.
Naturalmente, si la vivencia de un sujeto no puede ser elaborada y sostenida por el entorno, se verán acentuadas las posibilidades de generar el encriptamiento de esa experiencia, a lo cual se sumará la vergüenza y la ominosidad de un ejercicio rechazado y una práctica reprochable y culpabilizada.
Ahora bien, según la perspectiva teórica de Abraham y Torok, la imposibilidad de apropiarse a cabalidad del acontecimiento de la tortura en la introyección, genera un clivaje en el yo y da paso a un traumatismo psíquico debido al sufrimiento constante para intentar culminar este proceso. Este clivaje en el yo, podrá dar origen a una cripta, o a alguno de los otros estados de duelo imposibilitado.
No obstante, más allá de las características individuales de cada torturador, la noción de transgeneracionalidad que se considera en el marco teórico, permite reflexionar en torno al caso de un sujeto colectivo y al encriptamiento de un secreto inconfesable ligado a la historia de una sociedad. En este caso, nos hallamos en presencia de una clase social dominante que para la imposición de su proyecto político hizo uso de un colectivo de sujetos en el desempeño de una función prioritaria: la represión del enemigo, una de cuyos medios se hallaba constituido por la tortura.
Esto supuso la organización de una maquinaria eficiente que convocó grandes dosis de omnipotencia en sus organizadores, pero no necesariamente haya brindado mayor soporte –en el tiempo- a aquellos que desempeñaron el trabajo concreto, quienes posteriormente pueden sentir que fueron utilizados, que debieron ejecutar un trabajo que era considerado necesario y meritorio en ese momento, pero del que actualmente las instituciones reniegan adjudicándolo a una conducta individual, a un exceso por parte de alguno de sus miembros, olvidando el pacto que lo sustentó. De hecho, Romo dice repetidas veces, en la entrevista que le concede a Nancy Guzmán (2000), que son otros quienes debiesen estar presos y no él, que sería apenas “una tuerca en un aparato que funcionaba y funcionó para poder hacer de Chile lo que hoy día es y de lo que se enorgullece la Concertación”.
Tal como se ha sostenido, el secreto encriptado puede corresponder a un placer sexual clandestino o a un sufrimiento indecible ligado a un delito o crimen, donde el sujeto fue participante o testigo de los hechos; pero también puede ocurrir que las condiciones del entorno favorezcan el carácter de indecible del hecho oculto, pues socialmente se impide saber acerca de éste, y en esa medida se impide que quien fue protagonista de los hechos pueda nombrarlos aunque quisiera. Es la ausencia de oídos dispuestos a escuchar, de que hablase Nachin (1995).
De esta manera, el trabajo de introyección puede verse impedido tanto por los conflictos intrapsíquicos de un sujeto como por la oposición que el entorno presenta a la posibilidad de comprensión y apropiación de determinado elemento de su historia. Esta imposibilidad de introyección generará una inclusión psíquica que podrá manifestarse de acuerdo a cada uno de los cuatro elementos del símbolo psíquico, a saber, el aspecto representativo, afectivo, motor y verbal; donde cada cual podrá ser total o parcialmente clivado, y que a su vez, podrán ser transmitidos transgeneracionalmente imponiendo al próximo sujeto un esfuerzo de elaboración que desborde sus capacidades.
Así, no sólo el carácter de los sucesos ocultos, en el caso de la tortura, tanto ligados a un crimen como a un placer sexual clandestino, sino las condiciones de un entorno social renegador se potencian para impedir la emergencia de cualquier decir posible en torno a ellos; desde ya que impiden el decir del protagonista de éstos, pero además impiden cualquier posibilidad, marginalmente relacionada, que pueda provocar la emergencia de lo oculto. Paradójicamente, el contexto de impunidad al implicar la renegación de los hechos, niega la posibilidad de elaboración de éstos para los involucrados y adicionalmente sus descendientes. Si bien la garantía judicial de la amnistía los exime de sanción criminal, ésta no lleva aparejada la exención de efectos de transgeneracionalidad en los descendientes y el entorno de sus seres queridos.
Las manifestaciones clivadas del secreto resultarían inductoras de imágenes, especialmente para los hijos, a fin de representarse los hechos ocultos que generan sufrimiento parental, basado en la percepción de situaciones angustiosas o indicios de palabras investidas emotivamente en el discurso familiar y respecto de las cuales no recibe explicación. De hecho, una de las influencias que Tisseron distinguía en relación con la creación de imágenes en el niño es la evocación enigmática de ciertas escenas que realice el padre protagonista de la experiencia, o su pareja. De este modo, las imágenes creadas por el niño responden a su deseo de comprender y aliviar los padecimientos de su progenitor, ahorrándole a éste la confidencia de acontecimientos dolorosos y difíciles.
Por cierto, en este caso, el contenido secreto de la cripta no es inocuo puesto que entraña una resonancia siniestra. Percibir el contenido oculto de la cripta de un torturador, provoca el súbito desconocimiento respecto de su portador, cuestión particularmente ominosa cuando éste es el propio padre.
Desestabilización de la cripta
Tal como sostenía Nachin (1995), el padre portador de cripta, atraviesa por períodos de silencio y cierto equilibrio sintomático, y períodos emocionalmente turbulentos, donde se halla inundado por angustia, cólera o depresión pues el secreto encriptado se ve interpelado por elementos que ponen en peligro su estado. El hijo del portador de cripta habrá de enfrentarse a estos momentos álgidos y enigmáticos, intentando comprender pero sin disponer de elementos suficientes para ello pues estos se les escamotean en el acuerdo, que lo excluye, por mantener el secreto. Pero en esa relación de asimetría, y dado que se oculta al niño los hechos referidos al trabajo del padre, en los períodos turbulentos de la cripta parental, el niño puede desarrollar la idea de ser el responsable de esos estados en virtud de sus propios actos. Probablemente la inhibición posterior de algunos hijos que describiese Tisseron, opere como la contraparte de un sentimiento de culpa en el cual el niño se percibe a sí mismo como causante la catástrofe familiar.
Así, podría ocurrir que un torturador no experimente conflicto alguno durante años, pues mantiene su secreto y la homeostasis de su mundo con buenas defensas que le dan sustento y lo mantienen unido a la sociedad. Pero quizás, años después, los procesos judiciales activen investigaciones sobre lo que él creía sus crímenes secretos. Estos hechos movilizarán la dinámica familiar y la alteración del secreto. ¿Cuáles podrán ser los efectos sobre sus descendientes ligados a él, quienes podrán percibir que algo ominoso se les oculta.
La irrupción de elementos confirmatorios de la realidad, podría desestabilizar la estructura secreta de la cripta otrora muda. Así puede ocurrir con los encarcelamientos y juicios de ex militares –como el caso de la detención de Pinochet en Londres-, o con la publicación del Informe sobre Tortura, como elementos de realidad que remecen un cierto equilibrio, y donde la perturbación consecuente puede intentar ser renegada fanáticamente, al costo de una reactualización sintomática, por ejemplo. En el entorno de otros ex torturadores y sus familiares puede surgir un interrogante que aunque se acalle, puede tener un efecto en otro miembro que se halle menos capturado en el pacto de silencio.
Existen, de hecho, casos de suicidios en antiguos agentes de organismos represivos, son escasos y es poca la información que se tiene de ellos, pero cuando ocurren ¿cuál será el efecto en las familias que ignoraban la historia del padre, o que habían optado por el silencio?. Los elementos de la realidad tienen un impacto traumático en los torturadores como inminencia de un quiebre del secreto y la garantía hasta allí sostenida.
Conocí el caso de una joven profesional, la mayor de tres hermanos, quien vivió dolorosamente el fallecimiento de su padre, oficial de Carabineros retirado. A pocos días del funeral realizado con gran pompa, lleno de homenajes por su intachable conducta y honorable entrega, la familia vive su duelo despidiéndose uno a uno de los recuerdos de su padre. En estas actividades la madre de esta joven, haciendo orden en el escritorio del marido, encuentra atesorados entre sus documentos una verdadera colección de cédulas de identidad de ciudadanos chilenos. Sorprendida la familia por este hallazgo inician sus investigaciones hasta descubrir que se trata, en todos los casos, de documentos de detenidos desaparecidos. La evidencia es siniestra y no hay como ligar este hecho a la imagen y al recuerdo de lo vivido junto al padre de familia.
De este modo, es probable, que el impacto traumático de aquellos elementos de realidad opere no sólo en el torturador sino también en su entorno cercano, y se extienda incluso como manifestaciones renegatorias de efecto social. De allí, quizás, esa actitud furiosa y ciega –anestésica se diría- en las generaciones jóvenes de pedir que no se hable más de ello en el país.
El lugar del descendiente
Naturalmente para un descendiente se hará difícil enfrentar el antiguo oficio de un padre torturador, y aún más, el llegar a sostener una relación identificante con éste que no se haga cómplice de la renegación. Es claro que el vivir ciertos acontecimientos no determina por sí mismo un desarrollo psicopatológico futuro, pero la convivencia con el ejercicio paterno ligado a la violencia de Estado infligida a otros seres humanos, el contacto continuo, el vínculo afectivo y las identificaciones imponen al niño una realidad a fantasear que se escapa de los valores promovidos por la cultura, vehiculizando experiencias percibidas en la comunicación con el padre que, probablemente, no encuentren apoyatura, modulación y explicación en las palabras de los adultos. Esta situación exige al niño un esfuerzo para interpretar y tramitar.
Por lo demás el padre mismo puede o no, transmitir un determinado discurso que vehiculice verbalmente la violencia, que la enuncie ideológicamente, o que por el contrario, la silencie sumiendo en un halo de enigma las situaciones concernientes a su trabajo. El hijo podrá advertir, sin embargo, las fluctuaciones de su ánimo, las soterradas o álgidas discusiones parentales, las maniobras renegadoras de los adultos y las imperiosas inducciones al silencio que denotan ese ámbito de la vida paterna como prohibido de saber.
Sin embargo, es claro que el discurso que enuncia y justifica ideológicamente la violencia sobre los opositores políticos, tiene efectos en el hijo que alcanza su subjetividad al alero de ellos, pues opera confundiendo los planos de lo posible, en la medida que la realidad social –renunciando a su papel de instancia reguladora de la relación familiar- viene a confirmar la omnipotencia paterna al permitir un ejercicio prohibido, y secundariamente, al amnistiarlo en el ejercicio de la ley. La necesaria transmisión ética que debe realizar una familia resulta alterada, tanto por el discurso y la práctica paterna, como por la actuación social que se abstiene de operar como instancia tercera.
Pero aún cuando se enuncie la práctica de torturador de un padre, no se borra con ello el correlato fantaseado que tal condición puede producir en un niño; además del hecho que una cierta experiencia esencial de la tortura para el torturador, muy posiblemente, no pueda ser enunciada, y ese efecto en el hijo conlleve cierta ominosidad. En el marco de la escena edípica, el hijo debe fantasear el poder del padre, poder que podría recaer sobre él mismo, el hijo, situación que lo lleva finalmente a capitular en su ambición del objeto materno y ubicarse respecto del padre en posición identificatoria. Ahora bien, si es públicamente conocido, objeto de jactancia y vanagloria del padre, su ejercicio como torturador, de qué manera puede el hijo fantasear su poder cuando éste es exaltado en el discurso familiar, como un hecho real, con potencialidad de muerte y vejación, que verdaderamente atañe a otros seres humanos.
Entonces, una experiencia de violencia que no pueda ser metabolizada por el padre ¿no tendrá acaso un impacto ‘terrorista’ sobre el hijo?. El ejercicio nuclear de la tortura, esa experiencia de descontrol y desfreno para ejercer lo prohibido, moviliza cierto grado de enajenación en el torturador, como un ejercicio salvaje que no pudiera mentalizarse del todo, una experiencia que no pudiera pensarse. De hecho, el entrenamiento está dirigido a que el funcionario no piense, ‘sólo actúe’, o inclusive a anular las resistencias morales que pudieran surgir en éste impidiéndole desarrollar su labor. Es como si la esencia misma de la acción de torturar implicara, de suyo, una cierta ausencia de conciencia de parte del torturador, una disminución y un aplacamiento de ésta.
Ahora bien, si esto es así para el padre, ¿de qué modo será percibido por un hijo?. El supuesto de transgeneracionalidad descansa en la idea que el hijo debe aproximarse a ese sufrimiento psíquico parental, a eso pendiente de ser introyectado, con la finalidad de aliviarlo y ayudarlo a elaborar. De modo que aquellas experiencias parentales que ni siquiera pueden ser suficientemente mentalizadas imponen al hijo una tarea de envergadura, pues aquello pendiente moviliza una importante cuota de horror, por el ejercicio mismo y por la forma de participación del padre allí. Esta descendencia implicaría, entonces, una “herencia psíquica difícil de administrar”, según la célebre expresión de Micheline Enríquez.
Por supuesto no se trataría de impedir el desarrollo de las causas de la justicia, para evitar la posible desestabilización de la cripta y el incremento sintomático -aunque a veces se racionalice de este modo el impedimento y la dificultad para alcanzar la verdad en los hechos de tortura cometidos por ciudadanos chilenos. “Demasiada justicia genera injusticia”, sostenía un alto dignatario de la Iglesia chilena para advertir acerca de la necesidad de detener los procesos judiciales a militares implicados en violaciones a los DDHH.
Pero no es la verdad de los hechos la que daña, sino la realidad contenida en estos mismos hechos, pero con no decirlo no logra anularse su realidad mortífera, por el contrario, con silenciarla sólo se consigue aumentar el efecto inconciente… pues a ello se suma la ominosidad de lo sospechado y fantaseado por el hijo pero que no encuentra explicación alguna en el discurso familiar. Cuando se pretende evitar una identificación o el trauma de saber la verdad, y se ocultan los hechos, el silencio que busca proteger deviene patógeno pues contribuye a enajenar al sujeto de su historia moviéndole a retomarla en actos que aunque se lo ignore, serán solidarios con el relato oculto. (A principios de los 90, apenas terminada la dictadura, era fenómeno común entre los adolescentes la organización en pandillas que vestían de modo similar y marcaban su territorio con ‘graffitis’. Una de ellas, compuesta por chicos de 13 a 17 años tomó por nombre CNI, gustosa de un nombre que en otros círculos habría generado terror).
Naturalmente la revelación de los hechos de tortura a cargo de un padre impactará en sus descendientes remeciendo fuertemente el vínculo. Pero si estos mismos hechos no son renegados en lo social, el descendiente contará con un principio de realidad en el que asentar su duelo. Si bien, puede constituir una herencia difícil de administrar, no es la negación del oficio de torturador de un padre lo que ayudará a un hijo determinado a sobrellevar ese impacto; antes bien, sostenemos que éste es justamente el motivo por el que puede producirse un efecto fantasma en él que lo encadene a un padecer que no comprenda.
La verdad de los hechos de tortura que afectan a un padre, restituye un orden según el cual el hijo no se hallaría preso de tramitar lo indecible, lo innombrable o lo impensable, según sostenía Tisseron, pues estos hechos podrían ser éticamente sostenidos por otras instancias sociales, dejando al descendiente la tarea de tramitar su filiación y el dolor que eso genere, y no de sobrellevar la tramitación del resto de las generaciones o las demás instancias sociales.
En este sentido, la ausencia de renegación respecto de los actos cometidos por el padre, así como el carácter delictivo de tales actos, supone un factor liberador no sólo para la sociedad, sino especialmente, para los descendientes de los victimarios de violencia política, puesto que los orienta hacia su trabajo de duelo, anulando el antiguo encargo de reparar omnipotentemente la imagen del padre. Por el contrario, si el contexto social se esfuerza por mantener el carácter oculto de los hechos, el propio trabajo de elaboración individual se vería impedido, pues lo social, que opera como un portavoz del principio de realidad, negaría sustento a este proceso.
Entorno familiar del torturador
Ahora bien, según nuestra lectura de transgeneracionalidad, en la situación sociopolítica que analizamos, el secreto encriptado puede corresponder, naturalmente, al propio torturador que ha debido ejercer determinadas funciones que en algún momento de su vida le resulten intolerables, pero además, es posible que otros sujetos del entorno familiar del torturador puedan ser llevados al encriptamiento del secreto ominoso respecto a su forma de ganarse la vida. Quien encripte podrá ser la esposa de este sujeto, o sus padres, o alguno de sus hijos que tenga acceso a saber, directa o veladamente, acerca de su trabajo. Para ellos inclusive, lo ominoso puede estar constituido más bien por el silencio cómplice de la pareja parental que por el propio oficio de torturador del padre o la madre.
En ese caso, la inducción al silencio resultará particularmente perturbadora para un hijo portador de fantasma debido a que la angustia desconocida que presiente no puede ser escuchada o acogida por el entorno familiar o social, condenándosele a un aumento fantasmático, como si se tratara de un sufrir individual, o un desajuste que éste intentará acallar probablemente por medios igualmente sintomáticos.
De este modo, en las familias de los torturadores puede haber también silenciosas víctimas de un tiempo de violencia, rodeadas de lujo, o mirando de lejos las riquezas de los antiguos jefes de sus maridos o hijos. Se trata de las otras mujeres, las otras víctimas, los otros hijos del terror. Algunos se habrán abanderizado fanáticamente para renegar los hechos y sostener la imagen de la figura parental. Pero habrá también quienes capturados por el horror en algún momento hayan intentado huir de éste. En silencio nuevamente, porque no existe espacio social donde puedan acudir.
¿Cuántos divorcios existirán en este tipo de población, cuántas mujeres huyeron despavoridas por miedo a ser objeto de violencia ellas o sus hijos?. ¿Cuántas habrán podido seguir renegando los hechos hasta que un manto de ominosidad se tejió sobre la relación paterno filial, y se sintieron en peligro?. Y si por el contrario, optaron por no ver, ¿a qué arrojaron a sus hijos? ¿Qué síntomas habrán desarrollado?. ¿Cómo pueden estos niños, por ejemplo, hacerse cargo del ejercicio de su padre y del silencio cómplice de su madre, que quizás los puso en peligro? ¿A cuánta violencia los deja librados como víctimas, pero también a cuánta necesidad de violencia los dejan atados como objetos de una repetición que encontrará en la historia singular, elementos que la definan: desde el ser objeto masoquista de una violencia que actualice la presentida en el padre, o agentes activos de ésta, intentando emular ciegamente y sin saberlo las formas de expresión que antes que ellos tuvo la violencia paterna en la sociedad?
Según la percepción que relata Mariana Callejas, la participación de su marido en la DINA, lo cambió todo entre ellos, y recuerda con amargura las veces que intentó hablar con él, para decirle que por su trabajo dejaba a la familia en segundo plano. “No podría recordar cuantas veces, al llegar del colegio, mis hijos se encontraban con que la mesa familiar estaba copada de colaboradores de la Dina y no había sitio para ellos” (Callejas, 1995).
Por lo demás, la violencia represiva no se dirige hacia un único sector político. Al tratarse de un enfrentamiento violento al interior de un mismo territorio, los enemigos y los ejércitos rivales, no son tan lejanos como la ideología se empeña en sostener. De este modo, al interior de ciertas familias pueden ubicarse miembros de ambos bandos políticos y vivenciales, en este caso, torturadores y torturados. Es así como jirones del dolor de la tortura pueden alcanzan a familias inicialmente lejanas respecto de los vencidos, pues mantenían una adscripción ideológica contraria. Asimismo, puede ocurrir que en el caso de algunas de estas familias de torturadores, emparentados con miembros que hayan sido alcanzados por la violencia política, los hechos constituyan un elemento del encriptado familiar, y el pacto de silencio que rige allí empuje a los niños a un importante grado de confusión familiar.
En la familia del mayor de Ejército, Marcelo Moren Brito, quien fuera reconocido por sus muestras de crueldad con los detenidos, se presenta esta coexistencia ideológica de que hablábamos. Así, al recinto de Villa Grimaldi, llegó un día Alan Bruce Catalán, vinculado al MIR y sobrino de Moren Brito. Moren exhibió a Alan Bruce al resto de los detenidos, “jactándose de la dureza con que lo trataba, a pesar de ser familiares. Actualmente está desaparecido” (Merino, 1993). “Moren Brito parecía un energúmeno diciendo: “Ni la propia familia de uno se salva de tener miristas…Pero a éste, sobrino y todo, yo lo mato” (Arce, 1993).
Pero además, sostenemos que el encriptamiento puede referir a un suceso colectivo que no logra ser del todo elaborado, siendo sometido a la renegación. Tal como los desertores de los aparatos de seguridad del régimen militar, personas que inicialmente defendieron la actuación política de éste, y se hacían eco de las inducciones de renegación respecto a los hechos de la tortura, se ven movidas a un proceso de reflexión, agobiadas por el peso moral de aquello que apoyaron.
Es probable que estas personas tuviesen conocimiento de actividades relacionadas con la tortura, que hayan encriptado bajo el convencimiento ideológico acerca del trato que había que procurar a los enemigos, o bien, que al momento de desilusionarse de lo que antiguamente defendían, encripten el sentimiento de vergüenza que esta experiencia les suscita. Pero por lo demás, en ninguno de los dos casos pueden encontrar apoyo y escucha para su duelo.
Así declara una señora de avanzada edad, de buena posición social, quien después de haber apoyado el Golpe durante muchos años, comenzó a desencantarse al advertir la realidad del daño causado por la represión política. “Antes decía: “están mintiendo, cómo inventan”. Me importaba un comino. Y de pronto vi que estaban diciendo la verdad” (Bronfman y Johnson, 2003). Comenta también que se ha desilusionado de la figura de Pinochet, a quien antiguamente endiosaba, pensando que había salvado al país del horror del comunismo. “Cuando comprobé que se actuó sobre la base de mentiras sentí que no tenía piso donde pararme” (Bronfman y Johnson, 2003).
Se tiende a pensar que el escenario de impunidad y el pacto de silencio y no-saber que pesa sobre los crímenes de Derechos Humanos, afecta sólo a las víctimas. Sin embargo, lo sustancial del condicionamiento al silencio que prescribe la impunidad, es que impide toda emergencia de la verdad de los hechos, inclusive la que podría provenir de los victimarios.
Por lo demás, ese encierro captura también a personas que si bien no ejecutaron los actos, los avalaron con su indiferencia o los defendieron, al menos durante un tiempo, con notable ardor. De este modo, el encriptamiento colectivo opera como una pieza más que prohíbe la emergencia del decir; es efecto de impunidad, a la vez que su refuerzo.
Ejercicio de ley y prácticas de reparación
¿Cuál es el impacto de la ausencia de ley, del ejercicio perverso de la ley, en un padre que debe operar como transmisor de ésta para un niño en formación?. ¿De qué manera afecta que parte importante del ejercicio paterno, parte importante de sus horas de trabajo, sea empleado en una práctica que pretende desconocer la ley a la que este sujeto se sometía, sin embargo, en un tiempo anterior?. ¿Cómo puede ser representante de la ley al interior del triángulo edípico, cuando en su ejercicio profesional la ejerce de un modo perverso?.
¿Cuál es el efecto en un niño al que un pacto parental, más o menos explícito le prescribe el silencio, con qué garantías de verdad cuenta el interior de la familia?, ¿Cuántas prácticas apaciguantes y silenciadoras observa sobre él mismo? ¿Cuánta seducción y cuánta amenaza le es dirigida para obligarlo a callar? ¿Será el padre un objeto seductor más allá de lo posible de ser tramitado por el aparato psíquico del hijo?.
Ejercer uno de los lugares parentales en el campo del triángulo edípico, implica para el adulto la obligatoriedad de supeditarse a la ley. El acceso total y descarnado al cuerpo del hijo, por ejemplo, es objeto de prohibición; un padre que no se siente sometido a la ley, que la ejerce de un modo perverso sobre sujetos en posición de dependencia respecto de él, de qué manera se somete a la prohibición en el marco de la relación con un hijo o hija. Por supuesto que se trata de una operación psíquica compleja, que distingue muchos matices, que no sólo considera una actuación concreta y desmesurada; la prohibición a que se ve sometido un padre o madre no sólo involucra lo físico. Las miradas, las palabras, los silencios, por ejemplo, también vehiculizan o no la prohibición y testimonian acerca del estar o no supeditado a la ley.
Ahora bien, posiblemente el carácter reparatorio de un hijo de torturador, asuma una modalidad renegatoria propia de la dinámica social con que este tema se juzga. La imposibilidad de emitir juicio y sanción a estos crímenes puede determinar la menor posibilidad de mentalización de estos hechos para un descendiente. Como no puede saberse socialmente, y en un período anterior, en su propia familia él sostuvo la posición de no saber, cuando se enfrente al intento reparatorio del objeto paterno encontrará pocos elementos de realidad para llevar a cabo su ejercicio. Deberá trabajar una práctica reparatoria desde el reducido espacio que la renegación social le otorga; muy posiblemente la renegación tiña este intento y el hijo deba reivindicar al padre, reivindicando sus actos y renegando del carácter de delito de estos. Pero reivindicar la imagen de un padre no necesariamente implica reivindicar sus actos; reparar la imagen de este objeto puede pasar bajo el principio de realidad por juzgar sus actos, contextualizarlos y perdonarlos incluso, dando curso al necesario trabajo de duelo.
En conclusión, he sostenido que
1. La practica de la tortura produce efectos en el torturador.
Si los torturadores se sienten fuera de la ley –al servicio de su institución- o sienten, incluso, que pueden encarnarla perversamente, difícilmente pueden controlar su impulsividad en otros espacios. Mientras más poderosos se experimenten en ese territorio específico, mayor será la dificultad de resignar esa identidad y adecuarse a las reglas de convivencia compartidas.
La permanente transgresión de tabúes, por su parte, arroja al psiquismo del torturador a una cierta precariedad y cuestiona la relación a la norma y a lo permitido.
Y finalmente, que la tortura entraña una dimensión ominosa para el torturador en la medida que en el curso de ese ejercicio, emerge el reconocimiento del otro como semejante.
Entre los costos psíquicos de esa situación, puedan presentar manifestaciones del trastorno de estrés postraumático, debido a la permanente exigencia de escisión de un importante ámbito de su vida. A que la experiencia incluyó para éste la posibilidad de padecer torturas, o verlas padecer a compañeros, o tener que aplicarlas a compañeros, inclusive. El conflicto de valores morales y el costo emocional de las elevadas magnitudes de agresividad constante que requiere el ejercicio, los costos familiares asociados, no poder comentar con nadie su labor y los cambios percibidos en sí mismos, sin poner en riesgo su seguridad y la de su familia; al temor a que se sepa de su trabajo, al rechazo, a los juicios y a los encarcelamientos, además de las venganzas de ex detenidos o de organismos paramilitares si desertan y declaran lo que saben.
Como se ha dicho, la tortura también enajena a quien la realiza, y muy probablemente, esa experiencia quede encapsulada, como un mundo privado que no puede ser compartido con otros. Quizás, en un primer momento, se produzca en el funcionario la adaptación a una situación límite debido a su formación militar, pero el deterioro de esa lógica, cuando se impone el ejercicio perverso sobre el prisionero, puede sacudir violentamente ese equilibrio y constituirse en un elemento difícilmente elaborable.
Por último, la imposibilidad de mostrarse débil es una de las grandes renegaciones del torturador. Si la pareja torturador-torturado representa un binomio fálico-castrado, la debilidad o flaqueza –de cualquier índole- del torturador habrá de considerarse una evidencia de la imposibilidad de asumir la condición de tal, y por lo tanto, de ser arrojado a la identidad repudiada, es decir, el aspecto castrado. Si un torturador, carece de fortaleza física, mental, emocional, para la tarea que desarrolla, en el reducido mundo de la tortura queda relegado al opuesto dialéctico que lo sustenta. No existen más alternativas: o se ejerce el poder o se padece el ejercicio arbitrario del poder del otro. Esta situación brinda por sí misma suficientes elementos persecutorios que reavivan la necesidad de mantener su identidad de torturador, a punta de violencia, más allá incluso de los argumentos de la lógica del peligro que el enemigo representa.
De este modo, la percepción de peligro que acecha sobre la propia identidad, se sostiene circularmente en el ejercicio de esa misma identidad. El torturador, en tanto que tal, produce su par antitético, y en ese acto, actualiza su permanente temor a convertirse él mismo en el sujeto castrado que su torturado encarna. Esto porque naturalmente, el depositar ese aspecto negado en el otro, no salva al torturador del retorno de su angustia, para lo cual debe defenderse con mayor violencia y nuevas depositaciones en el otro.
Ahora bien, la represión política, fue el resultado de la demanda institucional de las clases dominantes para eliminar a los enemigos políticos que cuestionaron la legitimidad de la forma de repartición del poder, amenazando sus intereses. En su defensa promovieron todas las formas posibles de exterminio del enemigo, entre ellas, la tortura.
Esta demanda fue dirigida hacia la institucionalidad, una de cuyas ramas técnicamente diferenciada, está constituida por las Fuerzas Armadas y de Orden. Estas tenían entonces la misión de llevar a cabo ese exterminio del enemigo, y encargaron a sus propios funcionarios la realización de esta tarea. Por cierto que los funcionarios escogidos reunían ciertas condiciones, cierto perfil que los hacía aptos para ello, y la propia tarea representó para éstos, o muchos de estos, la posibilidad de dar curso a ciertas tendencias y actos prohibidos.
La satisfacción de realizar las metas de esas formas de placer, además de los contenidos de perversión asociados al carácter de transgresión, omnipotencia e identificación homosexual al pequeño grupo de pares, dota a la realización del encargo institucional de un componente de satisfacción particular, que no podría sino intentar mantenerse en silencio -en la medida que se inscribe como un crimen que no debe ser juzgado, y representa la transgresión, lo prohibido y la expresión de metas pulsionales que, de ordinario, no serían admitidas por el sujeto, quien sólo podría fantasear con ellas o ejercerlas de modo oculto.
Sin embargo, el sujeto fue movilizado institucionalmente para cometer tortura, se le enseñó, se lo escogió y se le ordenó ejecutarlo. Se le brindaron elementos ideológicos para motivarlo y permitirle defenderse de las angustias del ejercicio –racionalizando, negando, anulando- y elementos materiales, infraestructurales y recursos económicos de las instituciones del Estado para el desarrollo de su tarea.
Con todo lo perverso que el ejercicio de la tortura puede suponer, no es la estructura de personalidad o la conformación del psiquismo particular de un torturador lo que determina que un individuo cometa estos actos. El ejercicio de la tortura responde a una demanda institucional, en la que secundariamente el torturador puede hallar satisfacciones sádicas y perversas. Pero en el origen, es la institucionalidad la que promueve estos actos, a fin de mantenerse como tal, utilizando para ello todas sus herramientas, una de las cuales será la movilización militar.
No obstante, luego de acontecidos los hechos de tortura, el torturador no puede hablar de ello, pues nadie se atrevería a escucharlo por horror, y aquellos que saben o se vieron implicados o se beneficiaron, incluso, hoy pretenden desentenderse. En cualquier caso, nadie quiere saber ni implicarse, de modo que se deposita en el torturador la memoria de actos que no lo beneficiaron tan sólo a él, o respecto de los cuales, en última instancia, el torturador no obtuvo los mayores beneficios. En efecto, mientras torturó obtuvo el goce sádico y ciertas regalías que probablemente permanecen –como la jubilación, la defensa institucional de las Fuerza Armadas si se ve involucrado en una investigación judicial, etc.-, pero para las clases acomodadas que antiguamente demandaron la realización de la represión política, ello ha significado la mantención y el incremento de sus privilegios.
De este modo, afirmamos que el ejercer la función de torturador de Estado comporta una experiencia que difícilmente puede ser asumida por los individuos y sus entornos. Máxime cuando las instituciones en las que éstos se desempeñaron encarnando esa función, pretenden desconocer sus responsabilidades. En este sentido, el carácter de la tarea, además de las condiciones contextuales pasadas y presentes dificulta su integración dentro de la historia individual, familiar y nacional.
Ello reviste un carácter de traumático a la vivencia, para el propio sujeto, y para su entorno si es que éste presenta daños severos a su personalidad -sea premórbida o posterior al ejercicio. La calidad de traumática de la vivencia de ser torturador, no es un problema moral, sino a una condición económica para el psiquismo, en la medida que exige en forma constante un esfuerzo de elaboración de un aspecto que queda disociado del resto y que se halla cautelosamente guardado, atesorado entre el horror, el repudio y el goce prohibido.
Dado que los tiempos del trauma son diferidos, los hechos pueden devenir traumáticos a posteriori, con participación de otros elementos de la realidad que encuentren anclaje en estas primeras escenas. Así, un torturador puede efectivamente ejercer sus tareas con frialdad, pero aquello que puede despertar y activar traumáticamente ese recuerdo puede ser variado, y dependerá de la historia personal del sujeto, pero también del reconocimiento de los elementos culturales a su disposición, aún cuando estos se inscriban posteriormente (por ejemplo, la posibilidad de sancionar moral y judicialmente a la tortura como un crimen). Naturalmente el que el propio elemento no quede integrado a la historia posible de ser asumida públicamente para una persona determinada, favorece esta condición.
2. Lo no elaborado del ejercicio de torturador tiene efectos transgeneracionales.
Ahora bien, dado que la experiencia de ser torturador no puede ser elaborada a cabalidad, es posible observar efectos transgeneracionales asociados a ello.
En este sentido, sostengo que la experiencia de violencia y de goce prohibido ligada al ejercicio de torturar, queda encapsulada y es difícilmente comunicable, negada y temida. Como huella de la realidad escindida de esa experiencia indecible, quedará la inclusión en el yo, y en los casos más graves, la cripta.
En la relación con otros sujetos en el vínculo familiar o de amor, el elemento encriptado opera como un saber no-sabido, un saber renegado y proscrito. Para la vivencia del niño, representa el indicio de un elemento peligroso, sobre el cual no puede preguntarse, a riesgo de desmoronar la estabilidad conocida, un aspecto que no debe nombrarse, verse, o imaginar. En definitiva, un objeto prohibido de saber.
De este modo, el hijo queda enfrentado a un parte de su historia marcada por lo traumático –lo que le impele a elaborar como forma de amor a los antepasados-, pero sobre lo cual, pesa la prohibición de tomar contacto, como en un mandato paradójico en el cual uno de los aspectos determinará las posibilidades de cada cual, según se imponga la necesidad de elaboración o la necesidad de renegación. Esta transmisión contiene una demanda de elaboración extendida a las generaciones siguientes. En ello consiste el trabajo de fantasma, donde un sujeto queda obligado a simbolizar a expensas de su propia vida pulsional.
A consecuencia de la dificultad de elaboración de la experiencia de ser torturador, los descendientes pueden presentar un encriptamiento de esa realidad, o efectos fantasmas del encriptamiento de los padres en primera o segunda generación.
Los portadores de cripta pueden presentar depresión, hipomanía, melancolía, sensaciones corporales extrañas, alcoholismo y enfermedades psicosomáticas.
Los hijos que heredan los traumatismos no elaborados pueden presentar dificultades de pensamiento y de aprendizaje, y temores fóbicos u obsesivos, o neurosis fóbicas y obsesiones severas. Aquellos que portan un fantasma en segunda generación, es decir, los nietos del portador de cripta, presentan angustia, síntomas corporales bizarros y trastornos mentales severos, trastornos de aprendizaje y trastornos mentales, tales como toxicomanías, alcoholismo y delirios.
Como apuntábamos, en el caso de los hijos de torturadores, su psiquismo es llevado a la renegación de un elemento esencial de su vida familiar como lo es aquel oficio mediante el cual, un padre o una madre, obtienen los ingresos con los cuales sustentan económicamente toda la estructura o parte de ella.
Los hijos de torturadores podrían vivir el duelo por la imagen del padre que se pierde al saber acerca de su oficio, con dificultades para integrar ambas realidades paternas, la que ellos han conocido y la que fantasean acerca del ejercicio laboral de su padre.
Asimismo, los hijos de torturadores pueden sentirse obligados a callar por proteger la honra del padre, evitar los peligros judiciales, o evitar juzgarlo moralmente ellos mismos, por temor a ser rechazados, y por miedo al estigma de su filiación. También pueden experimentar un conflicto de lealtades, y si en la familia se observan posiciones contrapuestas de renegación y condena a los sucesos de la tortura, se sentirán obligados a tomar posición, en un escenario donde posiblemente el abanderizarse aparezca como rechazo a la posición opuesta y a los sujetos que la encarnan, por añadidura..
También interesa de qué manera el otro padre, el cónyuge del torturador o torturadora, o alguna persona significativa del entorno del niño, logre modular el impacto de la relación entre el padre, su secreto y el niño, y cómo la propia familia se relacione con el saber acerca de ese ejercicio laboral. Asimismo, debiera considerarse qué pudo advertir el niño acerca del oficio de su padre, y los modos de reacción de su entorno cercano.
3. Se requiere reflexionar acerca de estos efectos
La ley de Amnistía opera como una transacción que aparentemente libera de responsabilidad a los torturadores, pues les exime de la cárcel. Sin embargo, con ello oculta un hecho esencial, relativo a que fue la institucionalidad la que promovió el exterminio de sus enemigos políticos y encargó esta función a determinados sujetos, que actuaron para ella y por lo cual recibieron un pago.
La ley de Amnistía, si bien exculpa de la cárcel, circunscribe la responsabilidad de los hechos en los propios funcionarios. En la medida que no hay sanción jurídica que opere como representante de un límite para quien viola una regla de convivencia básica, el sujeto es arrojado a la permanente condición de tal. Si no es juzgado, ni paga su deuda, queda como eterno representante de su crimen. Pendiente de juicio, no puede expiar su responsabilidad, entonces entre el acto y el sujeto no hay distancia alguna. En este sentido, sostenemos que no existe amnistía en el aparato psíquico, y por lo tanto, no existe amnistía en la lógica de los efectos fantasmas en las generaciones siguientes.
La falta de verdad y la ausencia de ley tienen efectos desestructurantes, no sólo en las víctimas de un delito o crimen impune, sino también en el entorno de quien carga el ocultamiento de un delito que no tiene inscripción institucional. La verdad es exiliada del campo ético del que forma parte, para ser tomada como objeto de transacción del campo político. La verdad puede entonces ser negociada, pretendida por partes, en la medida que sea posible, como si ella (y no los hechos de que testimonia) pudiera dañar. Como si la verdad pudiese ser exceso…
Desde la clínica sabemos que la verdad es buscada incluso aunque se oculte, incluso aunque no se sepa que se busca. La repetición mimética, sin tramitación da cuenta de una búsqueda permanente de la verdad fundante de un sujeto, él no sabe que lo busca, pero en su repetición actualiza la verdad que ignora, precisamente porque la ignora, es que no puede más que repetir…Cuando bajo la ilusión de proteger a alguien de una verdad que se ha juzgado intolerable, se han ocultado ciertos hechos esenciales no se hace más que arrojar a una repetición mortífera. El efecto del no-dicho y la mentira permanente, no desaparece por no ser pensado, reaparece en otro registro si es que no puede ser inscrito como historia narrable, y en el lugar de la memoria aparecerá el síntoma con el sello de la repetición a través del linaje.
Ahora bien, si estos fenómenos no son concebidos teóricamente, sus efectos no podrán encontrar alero en ninguna cura, pues los casos de repetición transgeneracional son difíciles y enigmáticos y enfrentan al analista a sus propios prejuicios técnicos y políticos.
El daño provocado por la realización de la tortura como forma de perpetuación del poder de las clases dominantes, incluidos los efectos del daño en quienes debieron ejecutarlo y los transmitidos transgeneracionalmente, son producto de una demanda institucional de Estado. Por lo tanto, es a esta misma instancia a quien debe interpelarse en relación con la responsabilidad en términos de su reparación.
Es sabido que los efectos transgeneracionales de la violencia política en aquellos que la han padecido, implican una importante magnitud de sufrimiento; con los elementos teóricos de que disponemos, estamos en condiciones de sostener que algo similar ocurra con los efectos transgeneracionales del ejercicio activo de la violencia de Estado.
Abordar la temática de la tortura desde la perspectiva de las generaciones es una forma privilegiada de pensar la dimensión social de un acto que aún cuando privado, secreto e impune puede, de un modo peculiar (el de lo inconciente) ser percibido por los otros, los del entorno del torturador. En esta medida, no importan las características psicológicas de cada torturador en particular, como el hecho que su ejercicio supone una vivencia psicológica de tal magnitud que aún cuando reniegue de ella, podrá emerger en el orden inconciente de la circulación familiar.
El fenómeno de la tortura en los torturadores debe ser investigado y abordado, pues no se trata de fantasmas individuales. Dada su magnitud histórica y, esencialmente institucional, supone un fenómeno colectivo que suma su efecto a los traumatismos directos y de efecto transgeneracional de quienes han sido víctimas de la violencia política. Además de los efectos sociales que el no-arbitrio de la ley y la condena al silencio de los hechos de tortura, tienen para una sociedad en su conjunto.
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[1] En primera instancia porque éste es de suyo un oficio clandestino, al margen de la legalidad y oculto a la mirada pública; pero además, porque luego de concluida esta labor de Estado, las condiciones políticas han sido negociadas para instituir la impunidad de estos crímenes. De hecho, Krassnoff señala en la revista de Reportajes del Mercurio, que en casos como el suyo, “no debería haber ningún proceso, sino amnistía, prescripción y cosa juzgada” (Carvallo, 2003).
[2] La defensa institucional de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas ha sostenido la tesis del ‘exceso individual’ de algunos miembros. Sin embargo, el que relevemos el carácter institucional del ejercicio no puede hacernos perder de vista el factor individual puesto en juego en esos actos.